INSTITUTO DE INDOLOGÍA

RAJÁS, MAHARAJÁS Y GENTE DE ESA ESPECIE

Susana Ávila

El fenómeno socio político de los maharajahs, que llegó a Occidente envuelto en toda la fantasía que se es capaz de fundir en las narraciones orientales, presenta los más diversos matices, desde el fasto medio solemne medio voluptuoso, con que siempre se les relacionó, hasta su triste miseria en la realidad india de hoy, prevaleciendo como un anacronismo nostálgico.

 

Dominados por el imperio británico y virtualmente aplastados por la Constitución, de aquellos burlescos personajes no queda más que el mito del 'vivir como un rajah', sinónimo de vivir bien. Etimológicamente 'maharajah' significa gran rey (maha = gran, rajah = rey), y ya en las epopeyas antiguas se menciona esta categoría soberana, pero es más tarde cuando toma consistencia real por un fenómeno histórico equiparable al del feudalismo europeo. La India, invadida desde sus orígenes por infinidad de pueblos, necesitó de un sistema que le permitiera la defensa y la asimilación, y así creó sus propias y particulares autonomías.

 

De hecho el pueblo se sentía identificado con estos personajes. Lord Lytton, virrey de la India durante veinte años escribió a Disraeli: «Políticamente hablando, el campesino indio es una masa inerte. Si alguna vez se mueve lo hará, no en obediencia hacia sus benefactores británicos, sino hacia sus jefes y príncipes nativos por muy tiranos que estos puedan ser. Los príncipes indios no son una simple noblesse, son una poderosa autocracia».

 

LOS ORÍGENES

 

La categoría real se encuentra, dentro de la escala social india, en la casta kshatriya o guerrera, y una de las características primordiales de un rajah que se preciara de tal, era el valor. Esta virtud que se perdería a lo largo de la historia hasta trastocarse, en algunos casos, en el más pulido ridículo, estaba cotizadísima en los primeros tiempos; así nos encontramos en el Mahâbhârata a los príncipes Pândavas adornados de un valor a toda prueba a la vez que de otros dones no menos detestables, y a sus primos los Kauravas, con ser 'los malos' y no poseer esas gracias particulares de los buenos, la epopeya les describe como valientes héroes.

 

La primera mención histórica de los regios personajes se encuentra en los Purânas. Se habla de dos dinastías fundamentales, una lunar, descendiente de Chandra, dios de la Luna, y otra solar, procedente de Sûrya, el Sol. Ambas dinastías se juntan, se conectan, se alían y pelean dando lugar a los temas que nutren la narrativa clásica.

 

Pero los grandes rajahs tardarían un poco más en aparecer, unos relacionados con la historia del país directamente y otros vinculados más estrechamente con su múltiple y variopinta mitología.

 

El primero de los grandes reyes de la India fue Ikshvâku, hijo del Noé indio y abuelo de Raghu que dio lugar a la estirpe de la que nacería el príncipe Rama. Cualquier calificativo ponderando las excelentes virtudes de la familia de Ikshvâku se encuentra en el Râmâyana, canto heroico de la gesta del personaje. Pero no todos los rajahs están tan bien considerados y nos encontramos con Shântanu, que aparece en las leyendas como amante de Ganga, la diosa-río, personificación del sagrado Ganges; esto excitó la cólera de Shiva, que le convirtió en mono -triste figura para un representante de los prohombres del país-, menos mal que el problema se resuelve con el arrepentimiento, una enmienda, que le devuelve su forma primitiva, y corona un final feliz casándose con la diosa la cual le hace padre de siete hijos, que personifican los siete afluentes principales del Ganges.

 

La preponderancia de los rajahs en la antigüedad y, por extensión, la de toda la casta kshatriya, fue notoria hasta el punto de que los brahmanes tuvieron que tomar medidas de rehabilitación de su categoría, como lo demuestran historias del tipo de la del rey Vishvâmitra de Kanauj, rajah de la dinastía lunar, que se presenta codiciando la vaca Nandinî, una especie de vaca de la abundancia que proporcionaba a su propietario, en este caso al brahmán Vasishtha, cualquier deseo.

 

En un principio intentó conseguirla a cambio de diez mil vacas corrientes, pero, como el dueño se negase a la entrega, optó por un sistema más convincente: la fuerza. Vasishtha, como buen brahmán, practicó la regla de la mansedumbre, y no hizo nada por repeler el ataque, pero del cuerpo de la vaca surgió un ejército que la defendió. Vishvâmitra reconoció entonces el poder brahmánico sobre el kshatriya y se dedicó a numerosas penitencias encaminadas a fomentar su casta y poder llegar a ser, tras sucesivas reencarnaciones, un brahmán.

 

No son aisladas las leyendas y narraciones sobre los reyes en la antigüedad en las que se pinta un medio tan fantástico que hace dudar de la existencia real de estos personajes. El primer rey de la India con 'partida de nacimiento' comprobada fue Chandragupta Maurya, abuelo del famoso Ashoka y a partir de ellos se suceden las distintas generaciones y dinastías hasta llegar a los grotescos personajes traídos a Occidente en el equipaje de los colonizadores británicos de ultramar como un distinguido y extravagante producto 'made in Orient' que hasta entonces no se había conocido en Europa.

 

RANGO Y CALIDAD

 

Hemos hablado de los maharajahs como un grupo social más o menos definido, pero es incuestionable que dentro de él hay subdivisiones. En este aspecto eran unos maestros los funcionarios británicos que, ante el dicho de que no es oro todo lo que reluce, se mostraban muy precisos a la hora de determinar quien era o no maharajah.

 

Reconocían seiscientos setenta personajes regios (rajahs), de los cuales unos quinientos eran administrados por uno u otro de los gobernadores provinciales; el resto quedaban bajo la tutela del rey directamente.

 

Un baremo muy aproximado sobre la prepotencia de estos personajes es el recibimiento que se les solía dispensar, es decir, la cantidad de cañonazos que se disparaban en su saludo. Alrededor de cien de los ciento setenta que quedaban bajo la soberanía del virrey eran saludados por once o más salvas de bienvenida; quien gozaba de un mínimo de doce ostentaba también el título de Alteza. Un maharajah necesitaba ya trece por lo menos, y sólo los más grandes en todos los terrenos, como Mysore, Hyderabad, Baroda, Gwalior o Cachemira podían llegar a escuchar en su honor hasta veintiún cañonazos.

 

Tan orgullosos se encontraban los príncipes de sus ruidosos privilegios que solían llegar a las ciudades a horas tranquilas para causar mayor sensación. La cordialidad de sus relaciones con el 'status' oficial se registraba rápidamente sumando o restando un par de cañonazos.

 

Si el que visitaba a los príncipes era el virrey, un maharajah de veintiún cañonazos sólo tenía que avanzar hasta la puerta del salón para recibirle, pero si el visitado era de inferior categoría tenía que trasladarse hasta los límites de su estado para esperarle.

 

INMENSAS FORTUNAS

 

Todos los años miles de personas hacen una interminable cola ante las puertas de la Torre de Londres para ver un fabuloso diamante del tamaño de un huevo de gallina, 109 quilates de aguas purísimas, que ocupa un lugar preferente en la Corona de los monarcas británicos, el Koh-i-noor. Pero pocos saben que antes era mucho más grande, 187 quilates (perdió peso cuando el príncipe consorte ordenara a un joyero holandés que lo tallara, lo que, por otra parte, no le hizo ganar belleza), y que un singular rajah, Ranjit Singh, lo usó de pisapapeles sobre su revuelto escritorio.

 

Ranjit Singh, maharajah del Punjab, ofrecía en sí un espectáculo poco regio con 1'55 de estatura, la tez un tanto agrisada y las piernas muy delgadas, cojeaba a causa de una parálisis, mientras que la viruela le había hecho perder su ojo izquierdo; pero el diamante, montado en un brazalete, sobre su bíceps derecho, al alcance de su ojo sano, denunciaba su poder. Luego lo llevó algún tiempo en su turbante, lo pasó posteriormente a los arneses de su cabalgadura y, finalmente, lo usó de pisapapeles.

 

Pero este alarde de fortuna no era aislado: el joven Gaekwar de Baroda, recibió al príncipe de Gales luciendo, a sus doce años de edad, joyas por valor de tres millones de dólares, exquisitamente puesto y regalando a su ilustre visitante seis cañones de oro puro decorados vistosamente que, con una habilidad increíble, regresaron luego a sus arcas regias.

 

Jahangir incluía en su atuendo cotidiano cerca de diez millones en alhajas. El maharajah de Patiala sólo se ponía un millón y medio, pero exigía dos cañonazos más en su saludo. El mismo Ranjit Singh, cuando se dirigía a alguna batalla, carga sus brazos y cuello de joyas, que luego tiraba a los soldados que lo merecían.

 

En la primera mitad de este siglo se consideró al nizam de Hyderabad, título que ostentaban los maharajahs de esta región desde 1717, como el hombre más rico del mundo. Tal vez no lo fuera, pero, al menos, era el que poseía más efectivo. En una ocasión las ratas devoraron ocho millones, en billetes de Banco, que guardaba en el sótano de su palacio, sin que ello quebrara su economía lo más mínimo.

 

DEL REINO ANIMAL A ANIMALES REALES

 

Los animales, desde beatíficas palomas hasta panteras amaestradas, estaban presentes en la vida de los rajahs.

 

Su Alteza sir Mahabat Kan Babi Pathan logró una reconocida fama como el primer criador de perros de Oriente. En su apogeo, el número de animales que poseía se acercaba a ochocientos para quedar reducido a sólo trescientos en su decadencia. El alojamiento para sus animales favoritos era lujoso y poco difería del harén que albergaba a sus concubinas. Incluía un hospital con tres salas atendido por un veterinario inglés, especialista en perros. Aquellos animales que se morían, pese a los esmerados cuidados, pasaban a mejor vida al compás de la Marcha Fúnebre de Chopin. Este maharajah provocó cierta agitación cuando casó a su perra favorita con un apuesto y dorado perdiguero, en ceremonia estatal a la que acudieron cincuenta mil invitados. Se perfumó y enjoyó a la novia mientras el novio lucía sobre su lomo una manta de seda exquisitamente bordada. Durante el banquete, la perruna pareja ocupó un puesto a la derecha del príncipe. Después de la noche de bodas, la novia pasó el resto de su vida en una estancia con aire acondicionado mientras que el feliz marido regresó a las perreras.

 

También eran famosos los criaderos de palomas, por ejemplo el de Akbar. Y también fue notorio el día en que una paloma blanca bellísima casó con un hermoso pichón. Lástima que la fiesta terminase trágicamente cuando un gato de palacio devoró al pichón en plena parada nupcial.

 

Los elefantes constituían el aspecto distintivo del poderío indio; engalanados hasta la punta de los colmillos -o de sus orejas, porque el maharajah de Cachemira hizo decorar las de cien elefantes con temas diversos y colores vivos para conmemorar la llegada del príncipe de Gales a Jammu, la capital de invierno-, y portadores de fabulosos castilletes en los que se encaramaban magníficos los maharajahs en cabalgatas y festejos, predecesores, en suma, de los Rolls Royce.

 

Pero la importancia fundamental de los elefantes en la India, lugar en el que abundan como materia prima de la que poder echar mano, estaba en las batallas, mástiles de la estrategia, considerados como fortalezas ambulantes, ofrecía un lugar ventajoso para el disparo de proyectiles; sin embargo, esta seguridad era relativa y cuando alguno de ellos se daba la vuelta y huía, la brecha que producía en la línea y la confusión que creaba en la infantería suponían una buena ocasión para el adversario.

 

OCIOSIDAD ABERRANTE

 

La vida de estos personajes transcurría en la monótona posesión de todos sus anhelos. En general, satisfacían sus pasiones con sencillo entusiasmo. No se puede hablar de una conducta definida en la que englobar a estos tipos, pero un denominador común de su comportamiento era la extravagancia.

 

Su Alteza sir Syed Mohamed Ali Kan Bahadur, del linaje de Rampur, administraba justicia y despachaba sus negocios sentado en un water.

 

Jai Singh de Alwar, incansable cazador de tigres, utilizaba niños como cebo y se justificaba alegando que jamás había fallado un tiro, lo cual era cierto y nunca lamentó víctimas por esta causa. Después, en el terreno de sus locuras, mandó llamar a un famoso astrólogo de Bombay, al que encerró tan pronto como llegó a Alwar, al cabo de algunos meses le dejó en libertad, no sin preguntarle qué clase de astrólogo era que no había sido capaz de predecir su propio futuro.

 

El maharajah de Karputala se hacía servir la mesa con un tren eléctrico que acercaba las salsas a cada comensal; pero este detalle no era original, ya que sir Madhav Rao, maharajah de Gwalior, utilizaba el mismo sistema para el servicio de licores, pasteles y cigarrillos.

 

«En Baroda -cuentan los cronistas del viaje del príncipe de Gales- alzaron un arco con hojas de palma en el que colgaron a diez rapacejos, tratando de darles aspecto de querubines, inmóviles en angélicas posturas, cada uno de ellos presentaba unas alas doradas sujetes con una cuerda a una viga que se extendía sobre sus afeitadas cabezas y todo el conjunto goteando lechada de brocha de fijador de carteles. El efecto, lejos de mostrar inocencia, era de tal depravación que Su Alteza Real lloró intentando evitar las carcajadas».

 

LOS MAHARAJAHS EN OCCIDENTE

 

El primer indio que llegó a ser muy popular en Occidente fue su Alteza el maharajah sir Ranjit Singh Vibhaji Jam, sahib de Nawanagar, más conocido en Cambridge por el prosaico nombre de Smith y cuyo mérito se centraba casi exclusivamente en el campo del criquet.

 

Entre la visita a la India en 1875 del príncipe de Gales (después Eduardo VII), hasta la de su nieto (Eduardo VIII) en 1921, numerosos maharajahs correspondieron visitando Inglaterra, así como en algunas ocasiones llegaron a París, e incluso a la Costa Azul.

 

Allí fue Dhuleep Singh, hijo de Ranjit Singh, que llegó con su Koh-i-noor y volvió sin él, mientras brillaba tintineante entre las posesiones de Su Graciosa Majestad. «Es una depositaria de objetos robados -se lamentaba Dhuleep Singh al referirse a la reina Victoria- no tiene más derecho a ese diamante que yo al castillo de Windsor».

 

Kari Singh, maharajah de Cachemira, se enamoró de la esposa de un oficial británico, a la cual siguió hasta Londres. Convertida ya en su amante, ella le llevó a París, y allí, ayudada por unos amigos, le tomaron el pelo de mala manera con el viejo truco de «¡Cielos, mi marido!» y le removieron buena parte de su fortuna.

 

Pratap Singh de Baroda pasó la Segunda Guerra Mundial formando parte de una comunidad de granjeros en Hampshire, pero no obstante sobrevivió en buena forma económica como para comprarse el primer Rolls Royce fabricado después de la guerra.

 

Man Singh, último rajah de la casa de Jaipur, fue el más famoso jugador de polo de todos los tiempos. Fue embajador en España durante algunos años, pero regresó a la India cuando su esposa, Aisha, tuvo la idea de dedicarse a la política como 'una mujer liberada'.

 

Los tiempos habían cambiado, y el misterioso, fantástico y original mundo de los rajahs, maharajahs y toda esa gente moría, lentamente, como una realidad para pasar al conjunto de las leyendas orientales.

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