INSTITUTO DE INDOLOGÍA

REBATI

Fakir Mohan Senapati

Traducción de Mauricio D. Aguilera Linde.

 

Como la clara mañana de Abril

se viste de gris en apenas una hora,

así se desploma, sin aviso ni demora,

la tragedia sobre el hogar más feliz.

ReV. John H. Gurney

 

“¡Rebati! ¡Fuego que todo lo vuelve cenizas!”

 

Patapur, una aldea perdida en la comarca de Hariharpur, provincia de Cuttack. En una de sus lindes se alza la morada de Shyambandhu Mohanty: dos hileras de habitaciones, una al frente y la otra a la espalda, flanquean un patio interior con un pozo en el centro y un cobertizo para mondar arroz. Hay también un huertecillo en la parte de atrás y un jardín junto a la entrada. En una de las estancias que miran a la calle solían congregarse y descansar las visitas y los campesinos cuando venían a pagar las rentas. Shyambandhu Mohanty, administrador de las fincas del terrateniente, tenía como principal obligación recaudar el dinero. Su sueldo ascendía a dos rupias al mes, pero lograba arañar algo más, quitando y poniendo en los recibos de los arrendamientos y las escrituras de las tierras. En total ganaba por lo menos cuatro rupias, y con esto llegaba a fin de mes con cierta holgura. A decir verdad, vivía muy desahogadamente. Nunca tuvo su familia queja alguna. Todo lo que podía hacerles falta lo tenían: dos moringas, un pedacito de tierra lleno siempre de verduras y hortalizas y dos vacas que no se secaban al mismo tiempo. Por eso siempre rebosaban leche y queso fresco en los baldes. La anciana madre de Mohanty hacía tortas con excremento de vaca y pajilla de arroz que usaban como combustible, así que muy de tarde en tarde vez había que comprar leña. El terrateniente le había concedido el disfrute de tres acres y medio de tierra cultivable, libres de renta, que producían lo suficiente como para satisfacer todas sus necesidades.

Shyambandhu era una persona recta, y los campesinos lo respetaban, incluso lo admiraban. De puerta en puerta lo veían venir zalamero convenciéndoles para que pagasen los recibos sin exigir jamás paisa extra alguna. Por cuenta propia y sin que nadie se lo pidiera, dejaba los recibos, unas octavillas hechas de hoja de palma, en los aleros de los tejados de paja. Nunca consintió que merodease por la aldea la sombra del matón al servicio del terrateniente. Apenas lo veía venir, le estrechaba la mano moviéndola de arriba abajo, le pellizcaba el mentón y, justo antes de despedirlo, le metía en los pliegues del doti una moneda de dos paisas para que comprara una pizca de tabaco.

En casa había tres bocas que llenar: su esposa, su anciana madre y una hija de diez años llamada Rebati. Por las tardes Shyambandhu solía sentarse en la veranda y entonar el Krupasindhu Badan y otros cánticos religiosos. A ves encendía un candil que colocaba en una peana de madera antes de recitar en voz alta pasajes del Bhagavad Guita. Rebati siempre se sentaba a su lado y escuchaba extasiada. Pronto se aprendió unas cuantas estrofas de memoria. De todos los himnos había uno que le llenaba de júbilo a Shyambandhu, y cada tarde sin falta le pedía a Rebati que lo cantase:

 

¿Quién oirá mis plegarias, Señor?

Si me apartas de tu lado,

perdido estoy y lleno de dolor.

A ti entrego los días de mi vida

Esta pobre alma afligida,

así me salves o condenes.

Vacío quedo si no vienes,

cual vacíos sin ti los tres mundos.

Oasis hallado en el desierto,

Tu amor calma al sediento.

 

Dos años antes, durante el transcurso de una visita a las zonas rurales, el subinspector de educación primaria había tenido que pernoctar en Patapur y, a petición del consejo de ancianos, había escrito una carta al inspector general de la región de Orissa. Al tiempo se abrió en la aldea una escuela primaria superior. El gobierno pagaba al maestro un salario de cuatro rupias mensuales, a las que se sumaba la contribución de un ana por alumno. El maestro, Basudev, un joven de veinte años, se había formado en la Escuela Normal de Cuttack. Educado y cortés, no mostraba nunca aires de superioridad. Huérfano desde una edad temprana, había quedado al amparo de su tío. Fiel a su nombre, era un ser humano extraordinario. Gallardo y rebosante de simpatía, lucía en la frente una marca producida por la boca de una botella con la que su madre había procurado curarle de garrotillo durante la infancia y que, lejos de desgraciar su aspecto, lo volvía aún más bello. Parecía haber sido esculpido con el más fino cincel.

Desde que llegara al pueblo, Shyambandhu le tomó al joven especial apego. Ambos eran de la misma casta. De vez en cuando, en días de luna llena o los jueves, cuando se horneaban en casa dulces y saladillas, Shyambandhu visitaba la escuela y al verlo le suplicaba: “Hijo, Basu, ven a casa esta tarde. Tu tía quiere verte.” Como era natural, tras estas visitas, se había creado un lazo de afecto. Incluso la madre de Rebati, llena de maternal preocupación, solía a veces exclamar: “¡Ay, tan joven y ya huérfano! ¡Habrá que ver las comidas que hará sin nadie que le guise!” Como las visitas se hicieron habituales, y Basu aparecía prácticamente cada tarde, Rebati se quedaba en la puerta aguardando su llegada. Apenas oteaba su figura en la distancia, le gritaba a su padre: “¡Ahí viene el hermano Basu, ahí viene el hermano!” Entonces se sentaba a su vera y le recitaba todos los cánticos que se sabía. A los oídos de Basu, los versos sonaban siempre diferentes, llenos de nuevos matices.

Un día, mientras charlaban sobre lo humano y lo divino, Shyambandu supo por el joven que existía una escuela en Cuttack donde las niñas podían estudiar y aprender un oficio. De repente le brotó en el pecho un deseo imperioso de que Rebati estudiase. Cuando le confesó lo que sentía, el maestro, que ya lo tenía como a un padre, soltó al instante: “Me lees el pensamiento. Estaba a punto de sugerir lo mismo.” Una sonrisa se dibujó en el rostro de la madre: “Estoy de acuerdo”, pero la reacción de la abuela fue contundente: “¿Qué bien puede hacerle? ¿De qué van a servirle a una niña los libros? Ya tiene bastante con aprender a guisar, hornear, hacer manteca y decorar la fachada de la casa con pasta de arroz.”

Esa misma noche, cuando Shyambandhu cenaba sentado en un bajo taburete con Rebati a su lado, la anciana se acomodó enfrente, intranquila y deseosa de soltar lo que le reconcomía: “Sírvale un poco más de arroz, nuera, póngale de nuevo lentejas y una pizquita de sal”. Entonces sacó el tema: “Shyam, ¿en serio vas a mandarla a la escuela? ¿Por qué razón, hijo? ¿De qué le va a servir?”

― ¿Qué más da, madre? ― respondió Shyambandhu ―. Que estudie si quiere. ¿No se ha enterado de que las hijas de Jhankar Pattanaik ya saben leer el Bhagavat y el Vaidehisa Vilas?

Rebati ardía en cólera ante las palabras de la abuela. “Vieja tonta”, replicaba. Entonces, mirando a su padre, imploraba: “Padre, quiero ir a la escuela”.

― Y a la escuela irás ― concluyó Shyambandhu.

Y así fue cómo, sin más, quedó zanjado el asunto.

A la tarde siguiente Basu trajo una copia de “Mis primeras lecciones” de Sitanath Babu. Tan ilusionada estaba que comenzó a hojear el libro de cabo a rabo, una y otra vez. Y en cada ocasión le llenaban de alborozo las imágenes de elefantes, casas y vacas. Feliz era el rey con su manada de elefantes y caballos; otros gozaban a lomos de tales criaturas pero para Rebati ya era dicha suficiente contemplarlos en las ilustraciones. La abuela, sin embargo, no ocultaba su profundo pesar. “Aparta de mí esa majadería”, le gritaba. “Majadera tú”, replicaba la niña.

Por fin llegó el día esperado, la fiesta de Sri Panchami. Rebati tomó un baño, estrenó ropa y comenzó a revolotear fuera y dentro de casa a la espera impaciente de Basu. Por temor a la anciana no se hicieron grandes preparativos para celebrar el auspicioso inicio del aprendizaje. A las seis de la mañana Basu llegó y le enseñó el alfabeto: a, aa, e, i, ii, u, uu…

Las lecciones prosiguieron. Basu nunca faltó ni un solo día. En los dos años siguientes Rebati se aplicó mucho. Todas las rimas de Madhu Rao se las sabía de pe a pa y podía recitarlas de carrerilla sin equivocarse.

Una noche a la hora de la cena, Shyambandhu le preguntó a su madre, como si cerrara con ello una vieja discusión: “Bien, madre, ¿qué opina ahora?”

― Estoy impresionada ― respondió ―, pero ¿estás seguro de su casta?

― Eso es lo que trato de averiguar. Puede que sea pobre pero viene de buena familia. Y rezuma clase como un verdadero Karan.

― Bien. Más me importa la casta que el dinero. Pero ¿querrá vivir con nosotros?

― No veo por qué no. Sus únicos parientes son sus tíos. No creo que se muera por vivir con ellos.

Lo que Rebati entendiera de tales palabras no se puede saber a ciencia cierta, pero lo que saltaba a la vista es que de repente cambió de actitud. Ahora parecía mucho más tímida y recatada. Por las tardes solía remolonear en la puerta como si estuviera a la espera de alguien, lo que ponía de muy mal humor a la abuela, pero tan pronto como aparecía Basu, se escondía dentro de la casa y le costaba un esfuerzo sobrehumano al joven convencerla para que saliera. Colorada y con un sonrisa bobalicona, se negaba a leer los temas en voz alta y solo respondía sus preguntas con monosílabos. Apenas concluía la clase del día, se escabullía dentro de nuevo, ahogando a duras penas una risita nerviosa.

A una fiesta de Sri Panchami le siguió otra y así transcurrieron dos años. Los designios de la Providencia son extraños e inescrutables. No hay dos días iguales. Una mañana del mes de Falgun, como un rayo caído del cielo, una epidemia de cólera brotó en la región. Al despuntar el alba la noticia de que Shyambandhu había caído enfermo corrió por toda la aldea. Como era de esperar, la reacción más inmediata fue cerrar a cal y canto puertas y postigos y evitar salir al encuentro del espíritu diabólico, como si se tratara de una vieja bruja que anduviese con cesto y escoba recogiendo cabezas. Pronto la ansiedad y la preocupación desquiciaron a la esposa y a la madre de Shyambandhu. Rebati entraba y salía corriendo de casa pidiendo socorro. Cuando la noticia llegó a oídos de Basu, abandonó la escuela a la carrera y sin temer por su propia vida se sentó en el lecho de Shyambandhu masajeándole manos y pies y mojándole los labios resecos con unas gotas de agua.

Pasaron tres horas. De repente. Shyambandhu miró a Basu a los ojos y balbuceó: “Cuida de mi familia. En tus manos la dejo…”

Basu no pudo reprimir las lágrimas. Shyambandhu fallecía esa misma tarde. Las mujeres gemían. Rebati se retorcía en el suelo.

¿Cómo iban a hacerse cargo de los preparativos de la cremación dos mujeres destrozadas por el dolor y un joven novato? Bana Sethi, el lavandero del pueblo, un veterano con más de cincuenta cremaciones de experiencia a sus espaldas, les salvó del apuro, apareciendo con una toalla alrededor de la cintura y un hacha al hombro. Bana adoptaba en estos trances un tono muy filosófico: con cólera o sin cólera, si tu hora te llega, hoy o mañana, no hay nada que pueda salvarte, pero ¿por qué perderse la oportunidad de estrenar ropa? Como eran la única familia Karan de la aldea y no esperaban ayuda de nadie, las dos mujeres y Basudev tuvieron que llevar a hombros el cadáver hacia la pira funeraria y observar los ritos sin compañía alguna.

Para cuando todo hubo concluido, brillaba en el cielo el lucero del alba. Apenas pusieron los pies en la casa cuando la madre de Rebati cayó enferma también. A mediodía se oía por todo el pueblo la noticia de su muerte. La Providencia obra de manera misteriosa: mientras un hombre se pasea en un regio palanquín bajo la sombra de un quitasol, su hermano recibe el látigo en las manos encadenadas. Justo a los tres meses de su muerte, el terrateniente requisaba las vacas del difunto. Al parecer este no había entregado la última colecta, algo difícil de creer porque de sobra era sabido que depositaba religiosamente el dinero recaudado y no descansaba tranquilo hasta que la última paisa se hallara bajo llave en las arcas del terrateniente. A decir verdad, el acaudalado señor ya le había echado el ojo a las vacas hacía mucho tiempo. También recobró los tres acres y medio que les había concedido. Como quiera que el difunto había partido el día de luna llena de la fiesta Dola, no había jornaleros ni cosecha en el campo. Hubo por tanto que vender los bueyes que se tasaron en diecisiete rupias y media. Con lo que sobró de dicha cantidad tras pagar los gastos del funeral, la abuela y Rebati lograron apañárselas durante un mes escaso. Al siguiente comenzaron a empeñar uno a uno los enseres de la casa: un puchero de latón un día, un plato otro…

Basu les hacía compañía cada tarde y no se retiraba hasta la hora de acostarse. Les ofreció dinero pero no lo quisieron. Una o dos veces las presionó para que lo aceptaran dejando una cantidad sobre la mesa pero las monedas permanecieron intactas días más tarde. No le quedó otro remedio que comprarles comida con las pocas paisas que la anciana conseguía cada ocho o diez días. La casa empezaba a desvencijarse. El tejado de paja clareaba, pero por mucho que Basu quiso arreglarlo, no lo dejaron hacer nada: las dos balas de heno que compró con su propio dinero acabaron pudriéndose en el jardín trasero.

La abuela ya no lloraba noche y día. Ahora los llantos se oían solo por las tardes. Pero tan desesperadamente se entregaba a su dolor que amanecía desplomada en el suelo a la mañana siguiente. Rebati, estremeciéndose en sollozos, solía yacer a su lado. La vieja había perdido algo de vista y ahora tenía la mirada perdida, como si anduviera desquiciada. En vez de llorar, ahora le daba por descargarse con Rebati maltratándola y maldiciéndola a cada instante. La raíz de todos de sus males e infortunios era esta niñata desgraciada y los malditos estudios. Primero partió su hijo, luego la nuera; más tarde hubo que vender los bueyes. Los jornaleros se fueron; las vacas también y ahora, para colmo, le fallaba la vista. Rebati era el mal de ojo, el pájaro agorero, el diablo hecho carne.

Desde que salieran sin parar por la boca de la vieja todo tipo de maldiciones, Rebati optó por escabullirse escondiéndose en un rincón de la casa o en el patio trasero con lágrimas siempre en los ojos. La anciana también le echaba la culpa a Basu. Si no hubiera sido por su ganas de enseñarle a leer, la niña no habría podido enseñarse sola. Pero no podía enfadarse con el joven porque sin él era imposible apañárselas. El terrateniente continuaba exigiendo aclaraciones sobre esto y aquello, y cada dos días les enviaba un mensajero pidiendo una y otra cuenta. Solo Basu podía rescatarlas de entre el montón de papeles desordenados que había dejado tras sí Shyambandhu. Con todo, a sus espaldas, la vieja se despachaba a gusto.

La presencia de Rebati ya no llenaba la casa; atrás quedaban los días en que se podían oír sus sollozos por la mañana. Ya no se la veía ni se la oía dentro ni fuera. Sus grandes ojos tristones, bañados en lágrimas silenciosas, parecían dos nenúfares en el agua. Empezó a no distinguir la luz del sol de la oscuridad de la noche. El mundo parecía un gran vacío donde solo había dolor. El recuerdo de sus padres, sus rostros pegados a su mirada vidriosa, le hacía venirse abajo: no podía acostumbrarse a la idea de que estuviesen muertos para siempre. Había perdido el apetito y ya no conciliaba el sueño. Solo por miedo a su abuela fingía comer algo; delgada y pálida, con la piel pegada a los huesos, lograba levantarse del suelo donde yacía postrada día y noche. Los únicos momentos en que se reavivaba un poco eran cuando Basu las visitaba. Entonces solía incorporarse y se dedicaba a observarlo detenidamente. Cuando sus miradas se cruzaban, bajaba la cabeza con un suspiro, para instantes más tarde volver a levantarla, exhorta en su contemplación. Durante esas breves horas del día la presencia del joven absorbía por completo cada rincón de su mente y de su corazón.

Habían transcurrido apenas cinco meses cuando una tarde calurosa de Jaistha el joven golpeó la puerta. Nunca un sábado antes había llamado a una hora tan poco corriente. La vieja, llena de malos presentimientos, abrió el postigo.

― Abuela ― dijo Basu ―. El inspector jefe de educación se va a instalar en la comisaría de policía de Hariharpur para recibir los exámenes orales de los alumnos. Todas las escuelas ya han sido informadas. Yo recibí la orden hoy. Mañana por la mañana tendré que marchar y puede que esté fuera unos cinco días.

Escuchando la conversación tras la puerta, Rebati sintió cómo le fallaban las piernas. A duras penas se sujetó en el quicio para evitar desplomarse en el suelo. Basu les había comprado arroz, aceite, sal y verduras para cinco días y venía a decirles adiós.

― Hijo ― dijo la abuela con un suspiro ―. No camines bajo el sol mucho tiempo. Cuídate. Come todas tus comidas a su hora.

Rebati no podía apartar la vista. Si antes solía mirar hacia otro lado cuando sus miradas se cruzaban, ahora lo admiraba sin pestañear y sin vergüenza, sus pupilas clavadas en las suyas. Basu también parecía haber experimentado un cambio. Durante mucho tiempo se había contentado con miradas furtivas pero hoy no: durante unos segundos se miraron profundamente a los ojos.

Por la tarde la oscuridad inundó la casa y se hizo con la aldea. Rebati continuaba clavada inerme en el suelo hasta que los gritos escalofriantes de la abuela la devolvieron de un golpe a la realidad. Basu se había ido hacía mucho tiempo. Rebati contaba los días.

A la sexta mañana se asomó un par de veces al tranco de la puerta, un rincón que había evitado desde que murieran padres. Pasaron seis horas cuando los colegiales llegaron de vuelta de Hariharpur trayendo la noticia de la muerte de Basu. Había sucumbido al cólera bajo la sombra de una enorme higuera de Bengala a las afueras de Gopalpur durante su regreso. Los aldeanos lloraron su pérdida: niños y mujeres gemían sin parar. “¡Qué mozalbete más hermoso!”, exclamaba uno. “¡Y tan educado!”, apostillaba otro. “No mató nunca una mosca”, sentenciaba un tercero.

La abuela se deshacía en llantos. “¡Pobre criatura!”, repetía entre sollozos. “Pero tú mismo te lo buscaste”, dando con ello a entender que era por la necedad de enseñar a leer a Rebati que había muerto en la flor de la vida. Rebati se postró en el suelo y allí permaneció sin lágrimas ni mueca de dolor.

A la mañana siguiente la abuela se despertó sin la nieta a su lado y comenzó a gritar encolerizada: “¡Rebati! ¡Rebati! ¡Fuego que lo vuelve todo cenizas!” Enseguida empezaron a salir por su boca sapos y culebras. Quienes por allí pasaban la oyeron maldecir la mañana entera. Medio ciega e irabunda, anduvo a tientas por toda la casa. Cuando finalmente encontró a la niña, le guardaba una terrible sorpresa. Rebati, ardiendo en fiebre, yacía inconsciente. El miedo y los malos presagios arañaron el corazón de la vieja, que no podía decidir qué hacer ni a quién pedir ayudar. Irritada, sin aliento y perdida toda esperanza, sentenció con amargura: “¿Qué medicina puede curar el mal que uno mismo se ha buscado?” Rebati se había provocado la fiebre con la insensatez de ponerse a estudiar.

Uno, dos, tres, cuatro, hasta cinco días pasaron sin que Rebati se despegase ni un solo centímetro del suelo, con los ojos y la boca cerrada. Al alba del sexto día soltó uno o dos quejidos. La vieja le pasaba la mano por el cuerpo que parecía un bloque de hielo. Con suerte la fiebre podría estar remitiendo. La llamó, y Rebati masculló una respuesta. Entonces con la mirada extraviada, pidió agua y comenzó a parlotear incoherentemente. Una simple ojeada y hasta el médico más inexperto habría citado del manual al pie de la letra: “Sed, fiebre, delirio; tales son los síntomas de la muerte inminente”. Pero la pobre abuela se emocionó creyendo que mejoraba. La fiebre se estaba yendo, la niña volvía a abrir los ojos y por primera vez pedía agua. Un platito de gachas era todo lo que le hacía falta para recobrar las fuerzas y volver a ponerse en pie.

― No te levantes ― dijo la abuela ―. Quédate ahí donde estás. Te prepararé algo de comer.

Abandonó al instante la habitación y rebuscó un puñado de arroz en vano por entre los pucheros de barro. Sintió la cabeza hueca de pura desesperación y se derrumbó con un suspiro. Si al menos hubiese estado mejor de la vista se habría dado cuenta de que las provisiones para cinco días ya habían estirado diez. Con todo conservaba aún una pizca de esperanza. Agarró el único objeto de valor que aún quedaba en la casa ― un cuenco viejo de latón con un agujero en el fondo ― y salió disparada para la tienda de Hari Sa. La llamada tienda estaba situada en el mismo domicilio de Hari en mitad de la aldea, y en ella había una mísera cantidad de arroz, sal, cereales y aceite para vender a los que estaban de paso.

Hari vio a la anciana con el cuenco y de inmediato comprendió, pero decidió dejarla suplicar primero. Luego, tomó el cuenco en sus manos y lo examinó concienzudamente, dándole vueltas una y otra vez. “No queda arroz”, dijo devolviéndoselo. “¿Quién te va a dar algo por esto?” Por descontado que tenía tanto arroz como deseo de comprar el cachivache, pero conseguir el cuenco de latón por una copla era más importante que cualquier otra cosa en ese momento. La abuela se quedó sin palabras, como si un rayo la hubiese alcanzado. ¿Qué haría si no conseguía llevar algo? ¿Qué le guisaría a Rebati? ¿Cómo iba la niña a luchar contra la enfermedad? Se sentó allí durante horas, deprimida y callada, quieta como un palo, lanzándole miradas de misericordia al tendero.

El día avanzaba. De pronto un temor invadió su viejo corazón al caer en la cuenta de que había dejado a la chiquilla sola durante demasiado tiempo. “Es hora de volver a casa”, murmuró para sí, recogiendo el cuenco. “Solo Dios sabe cómo puede seguir mi niña”.

― De acuerdo ― dijo Hari a regañadientes ―. Démelo. Veamos si puedo arañar alguna cosa.” Le dio cuatro medidas de arroz, media de cereales y un puñado de sal. La vieja regresó a casa renqueando, descansando cada cuatro pasos para recobrar resuello. No se había lavado la cara desde la mañana y la cabeza le daba vueltas, como una peonza.

Llegó por fin a casa con la esperanza de que Rebati estuviese mejor. Pensó que tal vez le pidiese que fuera a por agua al pozo. El arroz no tardaría en cocerse. La llamó una, dos, hasta tres veces, pero nadie contestó. Entonces gritó a pleno pulmón: “¡Rebati, Rebi! ¡Fuego que lo vuelve todo cenizas!

Pero la niña ya se apagaba rápidamente. Su cuerpo, débil tras los espasmos causados por el dolor extenuante, estaba frío como un témpano. La sed era tan terrible que sentía como si le hubiesen pegado la lengua a la garganta. La habitación le abrasaba como un horno y a gatas lograba arrastrarse hasta el patio interior. Incluso allí no encontró alivio. Salió hasta la veranda de la parte trasera y, sentada, se apoyó contra el poyo.

El sol se había puesto y soplaba una suave brisa. Un racimo de plátanos colgaba del platanero que había sembrado su padre antes de morir. La guayaba que su madre plantara hacía dos años había crecido hasta una buena altura y estaba cuajada de flor. Rebati se acordó de cuando sacaba agua del pozo en un jarro y regaba el plantón. Un torrente de recuerdos se le agolpó en la mente. La cabeza le daba vueltas, sus pensamientos zozobraban, pero la imagen de su madre permanecía inmutable.

La noche caía lentamente. La oscuridad salió furtiva de entre las ramas de los árboles y amortajó el jardín. Rebati inclinó la cabeza hacia atrás y observó el firmamento. La estrella de Venus brillaba con todo su esplendor. Era imposible apartar la vista: el astro parecía cada vez más grande. Refulgía con un brillo tan cegador que comenzó a llenar todo el cielo. Y he aquí que, sentada en el centro, vislumbró a su querida madre, con el rostro resplandeciente de amor y bondad, sus brazos extendidos como acogiéndola en su regazo. Rebati, abrumada por la emoción, sintió que dos flechas de luz le atravesaban los ojos y se le clavaban en el corazón. Pese a que respiraba entrecortadamente, tomó una profunda bocanada de aire que soltó rompiendo la paz de la noche. Resolló, se atragantó y llamó a su madre dos veces. Entonces se hizo el silencio más profundo.

La abuela se arrastró por la casa, yendo de la habitación principal al patio y de allí al cobertizo donde solía guardarse el arroz pero en ninguna parte encontró a Rebati. Entonces se le ocurrió que con la fiebre remitiendo la niña tal vez había salido a pasear por el huerto a las espaldas de la casa. “¡Rebati! ¡Fuego que todo lo vuelve todo cenizas!”

Muy lentamente llegó a la veranda y apoyándose en la estrecha pared que medía un palmo de ancho y dos de alto, tropezó con la niña. “Mal rayo te parta”, gritó. “Sentada aquí, ¿no?” Quiso zarandearla pero notó que algo no iba bien. Le pasó la mano por el cuerpo y le colocó el índice bajo la nariz. Un grito espeluznante quebró el silencio de la noche. Los dos cuerpos cayeron de la veranda y fueron a dar en el suelo con un ruido sordo.

Las últimas palabras que salieron de la casa fueron: “Rebati! ¡Rebi! ¡Fuego que todo lo vuelve cenizas!”

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