INSTITUTO DE INDOLOGÍA

LA MUERTE DE RÂVANA

(Fragmento de el Râmâyana de Vâlmikî)

        Entonces, Râma y Râvana, más violentos que nunca, comenzaron desde sus carros un colosal duelo que llenó al mundo de espanto. Los batallones de demonios permanecían inmóviles, con las armas en la mano. Todos los corazones palpitaban viendo enzarzados en combate a aquellos dos héroes: el hombre y el demonio. Los soldados, armados y prestos a la lucha, estaban cautivados por el espectáculo y no se decidían a iniciar el combate. Los demonios contemplaban a Râvana y los monos a Râma, presentando ambos ejércitos un extraño aspecto. Entre tanto, contemplando los presagios, ambos, el descendiente de Raghu [Râma] y Râvana, llenos de decisión, de firmeza y de cólera, luchaban con intrepidez. Râma se concentraba en la victoria y su rival, en acabar con su enemigo. Y, llenos de seguridad, los dos desplegaban en el combate toda su energía.

         Irritado, Râvana, el de las diez cabezas, cogió dos lanzas y las arrojó vigorosamente en dirección al estandarte del carro de Râma. Los proyectiles no alcanzaron a la bandera del carro, sino que apenas rozaron el asta y cayeron por el suelo. Por su parte, Râma, furioso, tendió su arco con fuerza resuelto a devolver golpe por golpe. Apuntó al estandarte de Râvana con una aguda flecha, semejante a una gran serpiente irresistible y que brillaba con su propio fulgor. Râma lanzó con vigor su arma en la dirección de la bandera de Râvana; ésta cayó por tierra, destrozada. Viéndola así humillada, el poderosísimo Râvana montó en cólera, ardiendo de indignación e impaciencia. A impulsos de su furor hizo llover ardientes proyectiles que alcanzaron a los caballos del carro de Râma. Los divinos corceles no se amedrentaron; ni siquiera dieron muestras de inquietud. Permanecieron tranquilos, cual si les hubieran atado con tallos de loto.

         Cuando vio que aquellos caballos no se espantaban, Râvana, furioso, lanzó una nueva avalancha de flechas, mazas, barras de hierro, discos, crestas de rocas, árboles, venablos y hachas. Las lanzaba por centenares de millares, haciendo uso de todo su coraje. Aquel diluvio de proyectiles era espantoso y terrible y se aumentaba al repetir el eco su fragor. Râvana no acertó al carro de Râma, pero sus flechas cayeron por doquier sobre el ejército de los monos, llenando los aires. Râvana combatía valientemente de este modo. Râma, viéndole desplegar aquella incesante actividad en el combate, le lanzó flechas de acero a cientos. Râvana llenó el aire con las suyas. Aquella profusión de proyectiles lanzados por los dos rivales cubrió por completo el cielo y ni uno de ellos quedó sin dar en el blanco. Chocaban unos con otros y caían al suelo. De esta manera luchaban Râma y Râvana. Hacían llover sus jabalinas sin interrupción a derecha e izquierda, llenando los huecos del espacio. Râma hería a los caballos de Râvana; Râvana, a los de Râma y de este modo se devolvían golpe por golpe. Ambos, llenos de ira, entablaron un duelo colosal.

         La lucha llegó a ser espantosa, como para erizar el cabello. Todos los seres contemplaban atónitos el combate. Ambos guerreros se defendían con sus excelentes carros, mientras alrededor caían sus compañeros. Encarnizados por sus pérdidas, adquirieron un aspecto terrible. Mientras los aurigas hacían avanzar y retroceder a los caballos, Râma y Râvana se hostigaban mutuamente.

         Mientras los dos guerreros se arrojaban grandes cantidades de proyectiles, los dos carros cruzaban el campo de batalla como nubes que llevaran sus cargas de agua. Tras haber demostrado sus habilidades en el arte de la guerra, ambos campeones se detuvieron uno frente al otro, atascados los carros, juntas las cabezas de sus caballos y mezclados sus estandartes. Cuando se hallaron de este modo, Râma lanzó cuatro flechas de acero que hicieron retroceder a los cuatro ardorosos caballos de Râvana. Este, furioso al verlos retroceder, envió sus penetrantes flechas contra Râma. Éstas alcanzaron al héroe, pero él no sintió ninguna emoción, ni turbación alguna. De nuevo Râvana lanzó sus estruendosas flechas, apuntando al escudo del dios del trueno. Los proyectiles hirieron al auirga Matalî con extremada violencia, aunque sin causarle el menor temor. Râma, indignado por las heridas de Matalî más que por las suyas propias, desconcertó a su adversario con ayuda de sus flechas. Primero fueron veinte, luego treinta, sesenta, cien, mil proyectiles los que Râma lanzó sobre el carro de su rival. Por su parte, el rey de los demonios, furioso, en pie sobre su carro, abrumó a Râma con una avalancha de mazas.

         La lucha se tomó espantosa y, al ruido de los armas, los siete océanos se agitaron. El movimiento del mar espantó a los seres que moraban en sus profundidades. Toda la Tierra tembló, el astro del día perdió su fulgor y el viento dejó de soplar. Todos los seres celestiales y terrenales se angustiaron enormemente.

         – ¡Que Dios proteja a las vacas y a los brahmanes! ¡Que los mundos subsistan eternamente! ¡Que Râma salga vencedor de esta lucha contra Râvana, rey de las demonios! – rogaban los dioses, que contemplaban el duelo de Râma y de Râvana, un horrible espectáculo que erizaba los cabellos.

         Los músicos celestiales y las ninfas exclamaban, viendo aquel combate sin igual:

         – El mar sólo se parece al cielo y el cielo, sólo al mar; la lucha entre Râma y Râvana no se asemeja sino a la lucha entre Râma y Râvana.

         Impulsado por la cólera, el guerrero de los grandes brazos, la gloria de la estirpe de Raghu [Râma], colocando en su arco una flecha semejante a un venenoso reptil, cercenó una de las cabezas de Râvana; ésta, adornada por centelleantes bucles, rodó por tierra, ante los ojos de los habitantes de los tres mundos. No obstante, otra cabeza semejante a la cortada brotó instantáneamente del cuello de Râvana. Con mano rápida, Râma, lleno de destreza, cortó la segunda cabeza con sus flechas. Apenas cortada, reapareció otra, que fue cortada de nuevo por los fulminantes flechas del héroe, que abatió un centenar de cabezas, sin que Râvana quedase herido de muerte. Entonces el guerrero conocedor de todas las armas, el amado de su madre, pensó:

         “Estas flechas son las mismas con las que he matado a Maricha, a Khara y a Dushana en el monte Krauñchavata, y a Viradha y a Kabandha en el bosque de Dandaka, y con las que he atravesado los montes y he turbado al mar. Todas estas flechas hasta ahora me habían obedecido en el campo de batalla. ¿Por qué tienen tan poco poder sobre Râvana?”

         Absorbido por este pensamiento, pero sin cejar en el combate, Râma continuó en su esfuerzo, mientras todos los seres lo contemplaban. Râvana, por su parte, furioso, siguió abrumando a Râma con una avalancha de mazas y de barras de hierro.

         Esta lucha continuó, encarnizada, terrible, en el aire, en la tierra y en la cima de la montaña, desde donde los dioses, los gigantes, los demonios y las serpientes contemplaban aquel gran espectáculo que se prolongó durante siete días. Ni por la noche ni por el día, ni una hora, ni un minuto dejaron Râma y Râvana de combatir. Mientras continuaba la lucha entre el hijo de Dasharatha [Râma] y el dios de los demonios, al ver declararse la victoria en favor del primero, el magnánimo escudero del príncipe de los dioses dirigió rápidamente al belicoso Râma estas palabras:

         – ¿Cómo es posible que obres con Râvana como si ignorases tus recursos? Lanza contra él la flecha del Abuelo [el dios Brahmâ], Señor. Ya ha llegado la hora de su muerte, anunciada por los dioses.

         Impulsado por las palabras de Matalî, Râma cogió un flecha con silbidos de víbora, que le había dado en otro tiempo el venturosísimo y poderoso sabio Agastya. Aquel dardo, regalo de Brahmâ, no fallaba jamás en el combate. El poderoso Brahmâ la había fabricado para dársela al dios Indra, que quería conquistar los tres mundos. El viento estaba en sus plumas y el espacio y el sol, en su punta. Su tallo estaba hecho con la atmósfera y su fuerza la daban los montes Meru y Mandara. Se componía de la energía de todos los seres y tenía el resplandor del Sol. Era semejante al fuego del tiempo por su humo, era ardiente como una serpiente venenosa y podía atravesar toda una tropa de hombres, elefantes y caballos. Rompía puertas, barras e incluso rocas. Estaba manchada con la sangre de toda clase de víctimas y cubierta por su grasa, por lo que tenía una apariencia espantosa. El sonido que producía, ruidoso como el trueno y silbante como un áspid, dispersaba todas las asambleas y causaba el espanto en los mundos. Era una especie de dios de la muerte que sembraba el espanto en la guerra y entre los buitres, las garzas, los chacales y los demonios. Era alegría para el ejército de monos y angustia para los demonios. Aquella maravillosa y poderosísima flecha iba a destruir al demonio que aterrorizaba a los mundos y a destruir a los enemigos de Ikshvaku [Râma].

         Tras consagrarla mediante fórmulas mágicas, el valeroso Râma, el de la gran energía, le colocó en su arco como indicaban los Veda. Cuando Râma hubo ajustado aquel excelente proyectil, todos los seres quedaron espantados y la tierra tembló. Furioso, tendió fuertemente su arco, y desplegando todo su vigor, lanzó contra Râvana aquella flecha, destructora de la vida. Aquel proyectil, irresistible como el rayo y inevitable como el Destino, penetró en el pecho de Râvana. Atravesó el corazón del demonio de alma perversa. El arma, tras arrancarle el aliento a Râvana, se hundió en el suelo, cubierta de sangre.

         Tras haber muerto a Râvana y habiendo cumplido su cometido, aquella flecha, teñida en repugnante sangre, volvió por sí sola al carcaj de su Señor. Râvana estaba herido de muerte y el arco y las flechas cayeron de su mano mientras expiraba. Privado de vida, sin hálito vital, el Indra de los demonios, el de gran valentía y renombre, cayó de su carro a tierra, como Vritra cuando fue alcanzado por el rayo.

         Los espectros, al ver tendido por el suelo a su caudillo, huyeron en todas direcciones, llenos de terror. Los monos, al ver cercana la victoria, se lanzaron sobre ellos desde todas direcciones, armados con ramas de árbol. Los demonios, espantados y hostigados por sus enemigos, se refugiaron en Lankâ, tras haber perdido a su caudillo. Estaban aterrados y deshacíanse en lágrimas.

         Entonces comenzaron los gritos de alegría y los cantos de triunfo en el bando de los monos, que proclamaban la victoria de Râma y la derrota de Râvana. En el cielo resonó el melodioso tambor de los treinta dioses. Sopló una auspiciosa brisa, cargada de divinos olores; una lluvia de flores cayó de los aires sobre la tierra, rociando el carro de Râma, como un diluvio maravilloso y encantador. En el firmamento sonaron vítores a Râma. Eran las voces sublimes de los magnánimos dioses. Una gran alegría inundó los corazones de todos por la muerte de Râvana, el monstruo que había causado el espanto de todos los mundos.

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