LA DENUNCIA DEL COLONIALISMO EN LA INDIA EN UN RELATO DE LEONARD WOOLF
Pedro Carrero Eras
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Preliminar
Ahora que nos acercamos a los 75 años de la independencia de la India no está de más revisar la obra de algunos escritores que, aun siendo británicos e incluso habiendo ejercido cargos en la administración colonial, como es el caso de Leonard Woolf, no por ello dejaron de reflejar en sus escritos las aberraciones e injusticias inherentes a dicho sistema. Es el caso del relato titulado De perlas y cerdos[1]. Aunque Woolf ejerció su cargo de funcionario en Ceilán entre 1904 y 1911 y aunque otras narraciones suyas, como la excelente novela La casa en la jungla se sitúan en esa isla, los hechos que se mencionan en el citado relato tienen su ubicación en la India. De perlas y cerdos, al igual que La casa en la jungla y que otros dos relatos orientales los empezó Woolf a escribir tras su regreso a Inglaterra en 1911, pero no se publicaron hasta 1921[2].
Más que como escritor, Leonard Woolf es conocido por su matrimonio con la escritora Virginia Woolf así como por su pertenencia al Círculo de Bloomsbury. Por eso parece muy oportuna la traducción al castellano y la publicación de los escritos de localización oriental del autor británico, que Ediciones del Viento promovió hace unos años, pues gracias a ello se puede comprobar el reflejo de las experiencias de Woolf en Oriente, su gran sensibilidad hacia los problemas de los nativos y, en definitiva, su genio creador.
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Primer escenario, primer narrador
El marco del relato De perlas y cerdos comienza en Torquay, una localidad marítima del sur de Inglaterra. Allí, en «un hotel chabacano e inquietantemente cómodo» (p. 231) coinciden, ante la chimenea de la sala de fumadores cinco hombres, cuya conversación tiene que ver con la India. Con ironía se dice que en la sala huele a «consistencia, seguridad, crin de caballo y whisky con soda» (p. 232), algo bastante pesado para el narrador. Una de esas personas, el narrador-personaje, es decir, el narrador homodiegético, sin duda trasunto del propio Leonard Woolf, se sorprende de que aquellos hombres que están ante la chimenea hablen de la India:
Me sorprendió que en aquella atmósfera hablaran de la India y de Oriente; lo cierto es que a veces me sorprende. ¿Sentimental, yo? Bueno, supongo que uno se muestra sentimental al respecto cuando ha vivido allí. Esto no tiene nada que ver con la consistencia y la crin de caballo como el hecho de que los quince años vuelvan a mi memoria agolpándose todos en un solo instante. ¡Cuánto odiaba aquello y cuánto me gustaba! (p. 232)[3]
Las contradicciones y contrastes expresados por el narrador-personaje hacen aún más fascinante la lectura de este relato. Nos atrae especialmente ese “Cuánto odiaba aquello y cuánto me gustaba”, como una manifestación de la sensación de odio-amor hacia las experiencias vividas en Oriente. Antes, ya nos llamó la atención ese otro detalle que produce perplejidad, cuando se refiere al hotel, con una expresión cercana al oxímoron, como “inquietantemente cómodo”.
El narrador ya ha mostrado antes, al comienzo del relato, su aversión hacia los personajes del hotel, por ejemplo, un coronel jubilado empeñado en conocer a todos las personas que están en ese establecimiento
...un hombre bastante rechoncho con un bigote blanco en forma de S encima de sus malditos labios carmesí y con amables ojos coléricos abalanzándose sobre una vida que jamás se paraba en comprender ni por un instante (p. 231).
La descripción nos muestra a una persona con ideas preconcebidas. incapaz de intentar ver la realidad mas allá de sus clichés y sus prejuicios. Se observa, de nuevo, un contraste en esa expresión contradictoria como “amables ojos coléricos”. Es como si el escritor quisiera decir que en cualquier situación y ante cualquier persona sale a relucir el anverso y el reverso. Con ese estilo agudo y punzante, menos propio del tono ponderado de otros escritores británicos, la descalificación se va ensartando hacia los demás personajes de la improvisada tertulia... De uno de ellos deduce que se dedica a las finanzas, en concreto como corredor de bolsa, y la descripción física tampoco augura nada bueno de él, y sobre todo cuando ofrece este juicio de valor: «Un comerciante despierto y seguro de sí mismo, con la voz potente y mirada furtiva» (p. 232). De otro dice que se ve a las claras que es un clérigo, pero «más clérigo que cualquier clérigo» (ibíd.), pues lleva una especie de polainas o calzones. El narrador confiesa no haber sabido nunca a qué grado pertenece este distintivo −¿obispo, deán, archideán...?− pero su versión del clérigo no puede ser mas negativa, pues si el alzacuellos se parece al remate de un armadura, esas polainas con botones aíslan definitivamente de lo humano a quien las lleva. Hay toda una parafernalia en ese ambiente que al narrador le sirve para su cáustica visión de los personajes y del momento.
Del otro personaje, que completa los cinco congregados ante la chimenea, todavía el narrador no dice nada, permanece en el misterio, pero con los tres ya descritos queda así constituida una especie de improvisada tribuna de opinión británica sobre Oriente y en concreto sobre la India, en la que están presentes tres poderes fácticos: la Milicia, la Iglesia y la Banca. La desconfianza y nula simpatía que demuestra tener el narrador ante estos tres personajes no es sino un reflejo de la actitud crítica e incisiva de un escritor, Leonard Woolf, perteneciente a lo que se conoce como Círculo o Grupo de Bloomsbury y a las actitudes e ideas que caracterizaron a este conjunto de intelectuales ilustrados, entre las que destacan su alejamiento de la moral victoriana y de la religión, su pacifismo y su ideología liberal y humanista.
El narrador supone que esos hombres que están en la sala de fumadores han hablado antes del Durbar Imperial y de la visita del rey[4], pero está seguro de que también se han referido al malestar de los indios y de la posición de Gran Bretaña al respecto. Sin duda, el tema de la India y de sus reivindicaciones y protestas era motivo de conversaciones sin fin en aquellos años en la propia metrópoli, y entre gentes que no habían estado nunca en la India, pero que se atrevían a hablar sobre el subcontinente como si conocieran todos sus rincones. Las opiniones y declaraciones de estos personajes sobre la India no pueden ser más superficiales y propias de quienes quieren a toda costa que la colonia siga siendo británica. El clérigo, que se declara liberal, con cautelas y ambigüedades jesuíticas (aunque en este caso estamos hablando de un pastor anglicano, empleo jesuítico como extensión) afirma ser comprensivo con la agitación que está sucediendo en la India, pero lo dice con esta frase tan llamativa y paternalista: «Me parece positivo todo este movimiento, el despertar de un pueblo» (p. 233), como si, de pronto, la idea de ese pueblo acabara de surgir de la nada y no llevara milenios existiendo. El escritor sabe trasladar acertadamente en la caracterización de este personaje falsas actitudes de comprensión y bondad, santurronería que se viene abajo cuando él mismo sostiene no estar de acuerdo con conceder el autogobierno a la India.
En nada alambicada y contradictoria es la opinión del enfurecido agente de bolsa, quien no se para en barras cuando en su furibundo discurso condensa todos los lugares comunes que configuran una mentalidad cerrada, autoritaria y racista:
[...] Hay demasiado liberalismo en Oriente, demasiada ñoñeria [...] Aquellas gentes necesitan mano de hierro. Después de todo, nos deben algo: no vamos a llevarnos nosotros todas las patadas y dejarles a ellos todo el dinero [...] Cuidemos de ellos, por supuesto [...] Pero hagámosles saber quién manda. Así es como se dirige un país oriental. Yo soy un hombre blanco, vosotros sois negros: os trataré bien, os daré tribunales y justicia; sin embargo, por pertenecer a una raza superior, aquí mando yo (pp. 233-234).
Ante estas palabras al mismo tiempo tan impresentables y demoledoras, el narrador exclama con ironía: «¡Aquí estamos de suerte!» (p. 234), y es entonces cuando el otro personaje que había permanecido en la sombra surge en el relato, pues se revuelve inquieto e irritado en su silla mientras mira al narrador. De la descripción que de él hace destaco las mejillas bronceadas, las muchas arrugas cerca de los ojos, ojos «que se habían vuelto lentos, fijos e indiferentes observando esa inexplicable y absurda perdida de vida bajo soles abrasadores. Él sabía lo que había visto» (ibíd.). Estos detalles, como la piel bronceada y esa referencia a una vida dura bajo soles abrasadores, parecen remitirnos ya a mundos tropicales y exóticos, pero todo quedará mejor aclarado poco después cuando se refiera a él como «el pequeño angloindio» (p. 235).
El narrador se anima cuando descubre a este personaje, nada menos que un angloindio, es decir, una persona que, como el mismo narrador, conoce la India, y espera de él que empiece a hablar, pues «ya nota la bilis», es decir, percibe que está enfurecido por los desatinos que acaba de oír.
El archideán −pues así ha decidido llamar al clérigo de las polainas− sigue argumentando con tono piadoso y paternalista. Pero su discurso hace muchas aguas, pues reconoce estar de acuerdo con el corredor de bolsa cuando habla de la superioridad de la raza blanca: «Después de todo, mi querido amigo, cuando usted afirma que somos la raza superior, insinúa que tenemos un deber» (p. 234), y por esa misma razón
...tenemos un deber. Debemos difundir la luz aun en cuestiones laicas [...] estamos llegando a la gente de allí, esa es la causa del malestar: les damos un ejemplo que desean seguir. Es evidente que debemos ayudar a guiar sus pasos. No hablo sin conocimiento de causa. Tengo mucho interés, y hasta puedo decir que desempeño un humilde papel en la obra de una de nuestras estupendas asociaciones misioneras (ibíd.).
Si, como dijo Nebrija, siempre la lengua fue compañera del imperio, ahora, en el discurso del clérigo anglicano, aunque no se habla del Imperio, es la religión la que se alza en sus labios como un arma redentora, aunque no especifique muy bien de qué hay que redimir a los indios. El clérigo evita llamar infieles a los habitantes de la India, porque se metería en un laberinto del que difícilmente podría salir, pero da por supuesto la superioridad de la raza blanca y la necesidad de transmitir a esos menesterosos la luz, que se supone, aunque no lo dice específicamente, que es la religión cristiana. El pasaje no tiene ningún desperdicio, y dice mucho de la gran habilidad del autor, de Leonard Woolf, al escoger (o, mejor deberíamos decir reproducir, pues seguro que lo tomó del natural) toda esa sarta de expresiones vagas y edulcoradas que caracteriza el discurso del clérigo, como extraído del sermón que nos llega desde un púlpito. Por ejemplo, estas últimas palabras en que se refiere a la trascendental labor de los jóvenes misioneros de su asociación:
Los veo irse llenos de elevados ideales a vivir entre esas pobres almas. Luego regresan y me cuentan sus historias abiertamente, sin ostentaciones. Siempre es lo mismo, un mensaje de esperanza y consuelo. Estamos llegando a esas personas mediante el ejemplo, con nuestras vidas y nuestras conducta. Ellos nos respetan (ibíd.).
Nada queda explicado, pero se acumula toda una retahíla de palabras y expresiones vaporosas y melifluas. Para empezar, y aunque podríamos aportar respuestas, no sabemos muy bien de qué elevados ideales se trata. No se nos explica con exactitud por qué llama pobres a esas almas. Tampoco sabemos qué historias cuentan los misioneros al regresar de la India y qué quiere decir eso de un mensaje de esperanza y consuelo (¿para quién? ¿para los nativos? ¿por qué? ¿por su situación desesperada?). Y, por ultimo ¿qué ejemplo es ese el que transmiten con sus vidas y su conducta?. ¿De qué conducta ejemplar habla? ¿De la de los misioneros o de la de todos los colonizadores? ¿Eso significa hablar mal de la conducta de los nativos, como si carecieran de algo? ¿Y es verdad que ellos les respetan? ¿A quién, a los misioneros, solo a los misioneros...? He preferido describir y desmenuzar de este forma, un tanto coloquial y bastante irónica, a base de preguntas, lo que considero que nos está transmitiendo Woolf con este discurso del clérigo de las polainas, discurso que, al igual que el del agente de bolsa, con su tono piadoso tiene como último fin justificar la presencia británica en la India, solo que el del agente de bolsa es directo y cruelmente desinhibido. Entiéndase bien: no estoy poniendo en solfa las buenas intenciones y acciones de los jóvenes misioneros, que sin duda las habría, sino la utilización que de esas misiones hace un clérigo paternalista y supremacista.
Así que no es extraño que, al llegar a ese punto del relato aparezca e intervenga, ya de una manera decidida, el angloindio. Y lo hace con un proverbio tamil, incomprensible para los que escuchan, si exceptuamos el narrador, que ya nos dio a entender que había estado en la India. La frase es «Kasimutal Rameswaramvaraiyil treintavan», que quiere decir «Lo conoce todo entre Benarés y Rameswaram». Es una clara ironía hacia esos dos señores que están llevando la conversación −el agente de bolsa y el clérigo, pues el coronel está, al parecer callado, o quizá dormita− y que, sin haber estado en la India, se jactan de conocerla.
La frase se la oyó el angloindio a un anciano tamil, con la que se refería al viaje y la estancia de un conocido, quien había pasado un año y medio en la India. Ese territorio y esa distancia que hay entre esas dos ciudades sagradas, Benarés y Rameswaram[5], esta última en la punta sureste del subcontinente, no es toda la India, evidentemente, pero sí que es un inmenso territorio y está claro que, para conocerlo bien, no basta con haber estado en él un año y medio. El proverbio tamil, con esas coordenadas geográficas, ya ofrece una buena idea sobre la enorme extensión de un territorio. Con esa intervención tan aguda el personaje angloindio cree estar desarmando las engreídas declaraciones del agente de bolsa y del clérigo, porque, dice: «El anciano tamil quería decir que su amigo había llegado a conocer todos los rincones de la India al cabo de año y medio: lo que él nunca lograría en setenta ni en siete mil años» (p. 235). La hipérbole de los siete mil años viene muy a cuento cuando se trata de la India, y específicamente cuando nos referimos a la India milenaria. Y a continuación, y ya en un tono muy reivindicativo, pone el énfasis en que los tamiles son dravinianos, que han estado allí desde «los albores de los tiempos, antes de que llegáramos nosotros», y que si son negros «es porque sus soles los han ennegrecido durante milenios» (ibíd.). Las explicaciones del enojado anglo-indio culminan con un ataque directo: «...ustedes dos, caballeros, parecen conocerlo todo entre Kasimutal −es decir, Benarés− y Rameswaran sin haber visto el sol para nada» (ibíd.). El final de la frase es tan elocuente y provocador −con esa llamativa referencia a un sol que no es como el de Inglaterra sino el verdadero sol abrasador−, que causa la reacción de los dos contertulios, más contenida la del clérigo y furiosa la del agente del bolsa. Este último, bastante cocido por los whiskies que ha tomado, y tras oír que el angloindio ha vivido allí treinta años, entra al trapo ensartando una serie de despropósitos que culminan con esta guinda: «Usted ha vivido allí y los árboles no le dejan ver el bosque. Nosotros lo vemos porque estamos fuera, porque lo observamos desde la distancia» (p. 236).
A punto de ir a mayores y estallar la situación, tercia el clérigo en tono conciliador invitando al angloindio a que ofrezca más detalles, pues declara que no acaba de comprender lo que dice. El angloindio acepta, advirtiendo que no les dirá «lo que piensa al respecto», es decir, sobre lo que esos señores han comentado (¡frase escueta con lo que es suficiente para hacernos una idea de la indignación que le bulle por dentro!), pero sí que les ofrecerá hechos «sobre los que puedan opinar» (ibíd.). Comienza aquí un cambio radical en el relato, en cuanto a narrador, cronología, situación geográfica, escenario y hechos.
Este punto de inflexión narrativo es muy importante para comprender mejor las ideas del Leonard Woolf sobre el colonialismo, porque ambos narradores podrían muy bien significar un desdoblamiento del propio Woolf: el primer narrador representaría al funcionario que ha estado en las colonias consciente de su misión, y que, convencido de ello, ha ejercido escrupulosamente, mientras que el segundo narrador, como veremos, es aquel que, tras haber ejercido sus funciones durante años en circunstancias muy penosas e incluso inhumanas, se ha quemado (por emplear un término coloquial) y se ha desilusionado por completo.
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Segundo escenario, segundo narrador
El angloindio o segundo narrador, del que, como sucedía con el primer narrador, no sabremos su nombre, salvo su condición de angloindio y de comisionado, comienza su relato retrocediendo en el tiempo unos quince o diecisiete años. Entonces él «tenía (sic) un distrito casi tan grande como Inglaterra» (ibíd.), territorio en el que habría unos veinte europeos, contando a los misioneros. Estas dimensiones y cifras que ofrece el funcionario angloindio nos dan una idea de lo exigua que era la presencia de los británicos en la India si se compara con la población autóctona. Una desproporción que siempre nos ha llevado a preguntarnos cómo era posible que unos cuantos miles de británicos distribuidos por todo el subcontinente ejercieran como dominadores y administradores de una país tan inmenso, pero esa cuestión, que destaco de la información de este segundo narrador, no es ahora objeto de este estudio, entre otras cosas porque sobre ella se han escrito ríos de tinta.
Lo cierto es que el «pequeño angloindio», como ya había sido nombrado, sin duda por su baja estatura, por el anterior narrador, cuenta que de los veinte millones de tamiles y telegus que había en ese distrito, diecinueve millones no veían a un hombre blanco de un año para otro «...y si lo hacían era a mí a quien vislumbraban cabalgando por sus aldeas con un salacot a lomos de una miserable yegua india de color gris» (pp. 236-237). La escena, magistralmente resumida en pocas palabras, es toda una estampa colonial. Un administrador o responsable de algo −todavía no sabemos muy bien de qué− recorre bajo su salacot y montado en una yegua, las aldeas de su gran distrito. Pronto iremos conociendo más detalle sobre una nueva misión encomendada, ya no en las montañas sino en la costa, con una franja litoral de unas trescientas millas, en la que no hay prácticamente nada, ni ciudades ni aldeas. No hay agua y solo hay dunas de arena, marañas de espinos y árboles, y todo ello «bajo un sol abrasador» (p. 237) (el sol y su fuerza despiadada dominan toda la evocación del angloindio). Las condiciones no pueden ser mas adversas, y sin embargo allí mismo, en el mar que baña esa costa, se esconde una gran fuente de riqueza: millones de ostras que se crían a cuatro o cinco brazas de profundidad, y en algunas de esas ostras hay perlas. En definitiva, se trata de caladeros de ostras que son explotados por la administración británica para la obtención de las perlas.
Es muy significativo lo que el informante explica a renglón seguido, pues por la forma de decirlo se detecta una indignación −casi podríamos decir rabia− en sus palabras: «Puesto que nosotros gobernábamos la India y sus aguas, el mar nos pertenece; y las ostras están en el mar, y las perlas, en las ostras, por tanto las perlas también nos pertenecen» (p. 237). Es como una fórmula mental, de carácter jurídico, inapelable. Pero esa labor no se realiza dragando el mar para llegar hasta las ostras, ni tampoco enviando submarinistas, sino utilizando lo que viene a ser una práctica desde tiempo inmemorial: hombres de piel oscura que desde unas barcas se zambullen en el mar para coger las ostras «a toda prisa» y meterlas en cestos que llevan en sus costados. Es decir, se utiliza a buceadores. Y todo esto, dice el angloindio, viene sucediendo durante siglos y siglos −por ejemplo en la época del rey Salomón y de la reina de Saba y muchos siglos antes− «cuando −como alguien dijo− nuestros antepasados apacentaban cerdos en las llanuras de Noruega» (ibíd.). La referencia a los cerdos podría tener relación directa con el título de este relato y explicaría su configuración, pero ya veremos que podría estar inspirado en un pasaje de la Biblia, obra que Woolf admiraba, y en concreto del Nuevo Testamento. El angloindio concluye esta introducción evocadora de milenios con esta información sobre los resultados económicos que, ya en la actualidad, tiene esa pesca tan dificultosa y arriesgada en un lugar tan inhóspito:
...nosotros −el Gobierno, quiero decir− nos quedamos dos tercios de todas las ostras capturadas; el otro tercio se lo damos al buceador, sea árabe o tamil o musulmán, por tomarse la molestia de bajar a buscarlas (ibíd.)
Es de notar la constante identificación del angloindio con Gran Bretaña y su Imperio, pues siempre emplea por delante la fórmula de la primera persona del plural: «nosotros gobernamos la India», «nosotros nos quedamos dos tercios». Es decir, en él o, mejor dicho, en su discurso, prevalece su condición de británico y funcionario por encima de la de indio, y sin miedo a sentirse responsable de los abusos e injusticias que en las colonias están sucediendo y que él mismo está denunciando. Creo que el haber elegido Woolf a un angloindio como segundo narrador-denunciador (vamos a llamarlo así) es bastante relevante, en modo alguno secundario, porque también refleja esa doble personalidad que se observa en el propio Woolf y en otros británicos. Sobre la personalidad y mestizaje del angloindio se ha escrito mucho y se suele destacar que no es siempre es bien recibido y comprendido en el lado inglés pero tampoco lo es en el lado indio[6].
También hay que resaltar la ironía que se desprende de la frase “por tomarse la molestia de bajar a buscarlas” referida a los pescadores de ostras que se zambullen en el caladero y al tercio de las ostras que se les asigna. ¿Es solo molesto zambullirse en el mar para pescar ostras? Pronto lo veremos, tras el inciso que sigue a continuación.
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Un inciso: algunos datos sobre Leonard Woolf
Al llegar a este punto del relato del segundo narrador, es necesario referirse a algunos aspectos de la biografía de Leonard Woolf, especialmente de su estancia en Ceilán, que sin duda pueden arrojar luz sobre el relato De perlas y cerdos. Tras haber pasado los exámenes para la Administración Publica y al no haber obtenido una nota que le permitiera elegir un buen puesto en Inglaterra, solicitó Ceilán, que le fue concedido, y en donde a lo largo de esos años que van de 1904 a 1911 fue ascendiendo de categoría y obtuvo nuevos destinos dentro de la isla: de cadete pasó a ayudante administrativo y de ahí a agente gubernamental adjunto en Hambantota. Durante ese tiempo aprendió las lenguas tamil y cingalesa, no perdió el tiempo, por tanto, y creo que esa inmersión en la cultura de la colonia favoreció tanto su imagen ante los nativos como las narraciones que sobre Oriente escribió tras su regreso a Inglaterra.
Para hacernos una idea de su actuación como funcionario del gobierno británico en esa colonia puede ser bastante reveladora esta observación de uno de los mejores estudiosos del grupo de Bloomsbury, León Edel:
...sirvió en el norte, el centro y el sur de la isla. Su claro sentido de la rectitud y la justicia, su absoluta seriedad, que era su herencia, le guiaron en cada paso que dio. Trató de comportarse justamente con los nativos, pero era áspero y severo. Si no estaba seguro de sí mismo, podía estar seguro de la ley. Cuando adquirió autoridad, mostró igual severidad con sus subordinados. Siempre fue severo consigo mismo.[7]
Es muy acertado el matiz que ofrece Edel sobre lo que bullía por dentro de la conciencia de Woolf al ejercer aquella profesión: «Si no estaba seguro de sí mismo, podía estar seguro de la ley», lo que revela que en él había una base de inseguridad. No se entra en especificar si las leyes son justas o no, lo único que hay que hacer es cumplirlas. Aunque era hijo de un abogado, su conocimiento de las leyes y de los procedimientos judiciales era muy sumario, de formación mínima, de manera que, con ese escaso bagaje, el joven Woolf se vio actuando de magistrado y juez de distrito. Lo peor era cuando, en Kandy, a veces tenía que levantarse de madrugada y pronunciar en la prisión la sentencia de muerte de un condenado y a continuación dar la señal al verdugo para que efectuase la ejecución. Aunque lo hacía con frialdad y como si se trata de un implacable gobernante, todo eso, por dentro, le martirizaba, pues no creía en la pena capital, «especialmente cuando se aplicaba a crímenes debidos al impulso y a la pasión, que eran los más frecuentes allí»[8]. Incluso mandar cumplir las flagelaciones le torturaba más, pues le parecían más brutales que los ahorcamientos. De cualquier forma, y según estos datos que ofrece Edel, fundamentados en los diarios[9], en la correspondencia de Woolf y en otras fuentes, lo cierto es que en la personalidad del joven funcionario bullían esas contradicciones, que quedan muy bien reflejadas en su gran novela La casa en la jungla, situada toda ella en Ceilán, donde hacia el final del relato vemos el comportamiento cauto de un magistrado británico antes de dictar una sentencia de muerte.
Consciente Woolf de su poder y halagado por ello «no se ocultaba a sí mismo la sensación de placer que le proporcionaba ese poder a pesar de lo que su intelecto le decía sobre el imperialismo»[10]. El lector puede muy bien acusar a Woolf de colaborador del Imperio y es muy libre de hacerlo, pues motivos no faltan, pero lo que se trata de demostrar en el presente trabajo es que en sus escritos, y en estas narraciones sobre Ceilán y la India, se pone de manifiesto la aversión que sentía hacia el sistema colonial y de las decisiones que se vio obligado a tomar. Téngase en cuenta, además, que, en su actuación como magistrado en Ceilán, y por los datos que poseemos, no estamos hablando de juzgar delitos políticos, de insurrección o rebeldía contra el Gobierno británico, sino de cuestiones y hechos que iban de lo puramente administrativo (como, por ejemplo, conceder una licencia para una carreta) hasta lo penal (como, por ejemplo, dictar una sentencia de muerte por un crimen pasional).
Sobre su moralidad, su sentido de la rectitud y su severidad a la hora de aplicar las leyes tenemos también el testimonio de Angélica Garnett, hija de Vanessa, la hermana de Virginia, es decir, sobrina política de Woolf. Para Angélica, que se refiere a la época en que Woolf estaba ya de vuelta a Inglaterra[11], los familiares y amigos del grupo de Bloomsbury
eran conscientes de la fuerza moral que tenía Leonard y que ellos repudiaban por considerarla estrecha, filistea, puritana. Tanto él como Vanessa eran jueces natos y los dos tenían innumerables prejuicios, pero así como ella rehuía la moralidad, Leonard se aferraba a ella. Siempre siguió siendo, en gran medida, el administrador del Distrito de Hambantota, en Ceilán[12]. [...]
La palabra de Leonard era ley, su juicio era inapelable.[13]
Para comprender mejor todo lo que el segundo narrador De perlas y cerdos relata sobre los caladeros de ostras y la obtención de las perlas, debemos tener en cuenta que Leonard Woolf, en su segundo destino en la isla, en concreto en Jaffna, aceptó un nombramiento especial como administrador de un caladero de ostras del golfo de Mannar que se hallaba a unos ciento treinta kilómetros de esa ciudad, y en concreto en un campamento permanente que se encontraba en Marichchukadi:
Woolf escribió un interesante informe detallado de los dos meses que allí pasó con los funcionarios, con los árabes que bajaban en sus dhows[14] desde el golfo Pérsico y con los buceadores tamiles y musulmanes procedentes de la India.[15]
De manera que aunque solo fueron dos meses, Woolf tuvo ocasión de conocer todo el procedimiento de la pesca de ostras para la obtención de perlas. Obsérvese, además, que los pescadores procedían de fuera de la isla, como los árabes, pero habla también de tamiles y musulmanes que venían de la India. Así tuvo la posibilidad de reflejar esta experiencia, con conocimiento de causa, en su relato De perlas y cerdos, y situarla no en Ceilán, sino en la India, aunque en una zona tamil, probablemente en el mismo golfo de Mannar, y, por lo tanto, muy cercana.
No vamos a concluir este paréntesis sobre la presencia de Woolf en Ceilán sin hacer referencia a las dificultades que tuvo para luchar contra el clima, la soledad y otros problemas derivados de los lugares donde estuvo destinado. Entre otras penalidades, enfermó de fiebre tifoidea y de malaria intermitente, de lo que pudo restablecerse. Tengamos en cuenta que el sol implacable y el calor sofocante presiden el relato del segundo narrador. Y no olvidemos que su gran novela La aldea en la jungla refleja lo insufrible que, para los propios nativos, es habitar en medio de la jungla[16]. Especialmente duros y depresivos, según sus biógrafos, fueron sus primeros momentos en Ceilán. De sus cartas a Lytton Strachey se sabe que en 1906:
«cogí mi pistola la otra noche, hice mi testamento y me preparé para dispararme un tiro». Pero, como Tolstoi, apartó la pistola al cabo de un rato. No veía ningún futuro. «Viviré y moriré en estos horribles países».[17]
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Sigue el relato del segundo narrador: el infierno del caladero
No menciona el segundo narrador el lugar exacto geográfico donde se sitúa el caladero de ostras del relato De perlas y cerdos, pero todo hace pensar que hay que localizarlo en el sureste de la India, por la referencia constante a tamiles y telegus, por la destacada alusión que en el proverbio tamil se ha hecho a la ciudad de Rameswaram, y, en definitiva, porque esa zona del actual Estado de Tamil Nadu es la más próxima a Ceilán. Si Woolf ejerció como administrador dos meses en un caladero de ostras que estaba al norte de la isla, en el Golfo de Mannar, no es extraño que el narrador angloindio, aun sin nombrarlo con exactitud, se esté refiriendo a un territorio costero del continente indio que podría localizarse entre el Golfo de Mannar y la Palk Bay y el Palk Strait[18], o por decirlo con nombres de ciudades, una franja costera que podría ir desde Mandapam y Kilakkarai hacia el sur, o, por el contrario, una franja costera que se extendería desde esas ciudades hacia el norte, hasta Atirampattinam o incluso más allá, hasta Koddikarai o Point Calimere. Téngase en cuenta que estamos hablando de principios del siglo XX, cuando ni la densidad de población era tan numerosa ni las ciudades y pueblos tenían las dimensiones que tienen ahora, por lo que había franjas de costa tan deshabitadas e inhóspitas como el desolado caladero de ostras que figura en el relato.
De cualquier forma, la no localización geográfica exacta hace ganar en universalidad, −entendida aquí como mayor dimensión geográfica−, al relato, y al lugar y los hechos que en él suceden. Ese es un recurso del que se sirven muchos narradores. Téngase en cuenta que también se habla de cómo los campamentos se levantaban en medio de esas dunas desiertas y se desmontaban cuando había que ir a otros caladeros.[
En lo que sigue del relato del angloindio se entra en un infierno, que resumo a continuación. Solían cambiar de caladero de ostras cada tres años. La pesca se realizaba justo cuando el mar estaba calmado, entre los monzones, y duraba unos dos meses. El angloindio debía supervisar la parte que le correspondía al gobierno. Venían gentes de todas partes, no solo de la India, sino también de Ceilán y de Arabia... y también llegaban comerciantes que compraban perlas, y en medio de las arenas desérticas y a lo largo de una noche se levantaba el campamento, que llegaba a albergar unas cuarenta mil almas. Las cifras que ofrece el angloindio dan una idea del hacinamiento y las condiciones precarias de esa improvisada ciudad en la que toda aquella humanidad debía vivir y sobrevivir.
Para gobernar bien aquel contingente tan heterogéneo (tamiles, telegus, parsis, cingaleses, los árabes y sus negros esclavos...) y supervisar el campamento, el administrador hubiera necesitado unos cincuenta blancos −se entiende, británicos−, pero solo le proporcionaron un muchacho inglés, de veinte y pocos años, recién incorporado. Como señalaba más arriba, todo esto da idea de la enorme desproporción que existía entre la presencia británica y la población de la India, ya fuera autóctona o llegada de otros lugares. Después sabremos que el jovencito bisoño se llamaba Robson[19], y que estaba muy convencido −no me atrevo a llamarlo engreído− de saberlo todo, de haber aprendido mucho en sus internados y en los manuales que había leído, y de no sorprenderse por nada: «Se disponía a gobernar la India aplicando nuevos criterios establecidos en algún Manual de Ciencias Políticas» (p. 240) y, además, opinaba que los británicos que estaban allí trataban a los nativos de manera equivocada. Por supuesto, estaba también convencido de la superioridad de la raza blanca. Con estos datos, el segundo narrador está dibujando y configurando, con la correspondiente ironía, la figura de un novato autosuficiente a punto de conocer la cruda realidad y estrellarse contra ella.
Había también en aquel campamento otro personaje, un hombre blanco llamado White precisamente −apellido que tiene su indudable valor simbólico−. Declaraba ser un colono que se había puesto a comerciar con perlas. Este hombre, obeso, mal vestido y alcohólico, tenía un pasado complicado y bastante tenebroso en sus andanzas de un sitio a otro de la India, pasado que él mismo terminaría desvelando en sus frecuentes ataques de delirium tremens. De forma que, por ser blanco, cenó la primera noche con el angloindio y Robson, y así muchas otras noches. Después se quedaban los tres en sus hamacas delante de la cabaña del angloindio, charlando y opinando de esto y de lo otro, contemplando atardeceres de color sanguinolento y viendo como «solo de vez en cuando se encrespaba alguna ola muy lenta y pausadamente, se balanceaba un instante y rompía luego sobre la arena con un pesado golpe» (ibíd.). El jovencito, con su voz atiplada, decía cosas como la siguiente:
−Pero ninguno de ustedes tiene planes claros aquí [...], nunca trabajan en ningún sistema; por no tener, no tienen ni criterio. Como consecuencia [...] en vez de apoderarse ustedes de Oriente es Oriente el que se apodera de ustedes (p. 241).
En un momento de delirium tremens, White dirá: «La India se ha apoderado de mí (...) La India se ha apoderado de mí, y Oriente» (p. 242). Esta idea parece ser un motivo recurrente en los relatos orientales de Woolf. La compañía de estos dos personajes, Robson y White, no solamente no va a ser, precisamente, útil al administrador angloindio, sino más bien una fuente de problemas.
Ese momento del atardecer en que una ola rompe el silencio, quizá era el único instante de tranquilidad, una tranquilidad que se va a venir abajo en los días siguientes. Además, todo eso tenía lugar en medio del hedor que salía de millones de ostras en putrefacción. Porque para conseguir extraer las perlas, que con frecuencia eran diminutas, había que dejar abiertas y al aire libre las ostras, para que el sol y los gusanos que salen de los huevos de millones de moscas dieran buena cuenta de la carne de las ostras hasta dejar solo las perlas. Una pestilencia que lo inundaba todo y que el segundo narrador, en su relato en Torquay, todavía parece estar oliendo.
Con aquella multitud, con las precarias condiciones de trabajo y alojamiento, con el sol inmisericorde y con las moscas y el hedor nauseabundo de las ostras en putrefacción, no es extraño que enseguida comenzaran los problemas. Además, si el viento soplaba en contra, la llegada a la playa de las embarcaciones podía prolongarse hasta toda la noche. El angloindio y Robson, a veces sin haber dormido durante cuarenta y ocho horas, debían vigilar la distribución de las ostras y su colocación en un gran recinto destinado para ello, cuidando muy bien la parte que le correspondía al Gobierno, auxiliados solo, ante tantos miles de buceadores, por unos cuantos tímidos (sic) subordinados indios y unos doce policías nativos. Robson intentó aplicar sus encorsetados esquemas de razonamiento con resultados catastróficos y a punto estuvo en una ocasión de provocar un motín, «pues hubo una disputa entre árabes y tamiles por la propiedad de tres ostras que habían caído fuera de un saco» (p. 243). El resultado fue una batalla, con palos de una valla improvisados como lanzas. Pero la pincelada que el narrador ofrece del momento y, sobre todo, del estado de ánimo de Robson, es magistral y debería figurar en las antologías de la literatura inglesa de la época colonial:
...a las afueras de [la pelea] estaba Robson correteando como una gallina loca con el rostro pálido y lágrimas en sus ojos azules. Al separar a los contendientes, descubrimos que solo habían liquidado a un tamil y abierto nueve o diez cabezas. Robson se tomó tan mal la muerte de aquel tamil que me temo que se desmoronó literalmente durante un par de minutos (ibíd.).
Como ya anuncié, Robson se derrumba −él y sus esquemas− a las primeras de cambio. Sobre el final de la batalla, llama la atención la ironía con la que el administrador angloindio se refiere al resultado: solo un muerto y algunas cabezas rotas, lo que sin duda, en comparación con otros hechos de violencia que en un campamento de esas características debían producirse, resulta casi irrelevante. Sin embargo, un hombre ha muerto y eso es algo que el jovencísimo funcionario, cargado de buenas intenciones, no puede soportar. Cabe decir que, a partir de ahí, Robson se va a mantener en estado de shock, convirtiéndose, desde el punto de vista operativo, en una carga, en alguien con quien no se puede contar. El hecho podrá parecer hiperbólico, pero entra en la verosimilitud del relato. También debo decir que si el segundo narrador cuenta todas estas cosas en tono de ironía −con ese “solo un muerto y algunas cabezas rotas”− a quienes le escuchan en la improvisada tertulia de Torquay, lo hace precisamente para resultar más gráfico desde la perspectiva de una autocrítica que abarca no solo a él, sino a todo el Imperio británico. Es una ironía que, en el fondo, va dirigida a sus interlocutores, quienes antes se jactaban de conocer la India sin haber estado en ella.
El horror, a renglón seguido de la citada pelea, continúa y se materializa en el otro “blanco” del campamento, White, quien sufre un nuevo estado agudo de locura producido por su alcoholismo. Quiere suicidarse, no sin llevarse por delante a otras personas. Su estado es tal y es tan corpulento que el pequeño angloindio tiene que golpearlo con la culata de un rifle para reducirlo. Lo atará a la cama, pero más tarde, al no ser suficiente la medida y al aumentar el estado delirante y la agresividad del traficante de perlas, deberá hacerlo en un poste que se halla en el recinto donde los buceadores descargan las ostras. Bajo la luz de las antorchas, la escena, con los indígenas de piel oscura observando fijamente al hombre blanco loco, es algo así como poner simbólicamente en la picota al colonialismo británico, y sobre todo a través de esta estremecedora y a la vez bella imagen: «También iluminaba [la luz de las antorchas] el círculo de ojos, y de hecho solo se veían órbitas blancas a su alrededor que parecían juzgarlo, analizarlo» (p. 248).
La atmósfera de las páginas siguientes está presidida por los delirios, los gritos, las barbaridades y las amenazas que lanza White desde el palo donde está atado, y lo que es más interesante, por lo que cuenta de su vida pasada, que es como una confesión ante la llegada de la muerte, y que podría ser como una muestra del historial delictivo de muchos otros colonos. No reproduce el narrador muchos detalles sobre la confesión de White, pero sí resúmenes y alusiones suficientemente significativos como para hacerse una idea de sus atrocidades:
No sólo había robado y estafado en toda la India durante quince años. Ya bastante grave era eso, porque no había sitio en el que no hubiera estafado y enredado a sus compatriotas blancos; pero peor era lo que había hecho cuando se había ido a vivir «entre los nativos» −a hombres y mujeres lejos de la civilización, en aldeas de la jungla y en lo alto de las montañas. ¡Dios!, qué fría, civilizada y corrupta crueldad, la de sus hechos. Creo haber dicho ya que tenía los dientes afilados y separados en la boca (p. 247).
De nuevo aparecen expresiones contradictorias, pero muy gráficas, para definir algo, como esa “civilizada...crueldad”. Por otra parte, la referencia a lugares lejos de la civilización, a aldeas de la jungla y a lo alto de las montañas son detalles que más bien parecen reflejar los lugares que Woolf conoció en Ceilán y que le permitieron escribir su novela La aldea en la jungla. Pero, para el caso, valen igual, pues de White se dice antes que también había pasado, en sus correrías, por Ceilán y Birmania. En cuanto esa última alusión a los dientes separados y afilados del colono ya ha aparecido antes, como un detalle físico revelador de su comportamiento con las mujeres:
...los trataba [a los indígenas] con firmeza aunque también con amabilidad −sobre todo a las mujeres indígenas, pensaba yo, porque tenía los dientes afilados y puntiagudos [...] y había algo en su barbilla y en su mandíbula... supongo que ya sabéis a qué me refiero» (pp. 242-243).
Es decir, el narrador no habla explícitamente de abusos sexuales cometidos por White, con las indígenas, quizá por un obligado puritanismo muy inglés y muy de la época ante quienes le escuchan, pero sí que se centra en el detalle de unos dientes puntiagudos y de una mandíbula prominente, como si de un animal predador se tratara, por ejemplo un chacal o un cocodrilo. Ahí está esa alusión “supongo que ya sabéis a qué me refiero”, que no deja lugar a dudas. Insinuado el asunto de esa manera, casi resulta más gráfico y desinhibido −y hasta podríamos decir morboso− que si hubiera dicho expresamente que, valiéndose de su situación, White abusaba sexualmente de las mujeres indígenas.
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Desenlace y algunas conclusiones
El relato adquiere tintes de auténtica pesadilla, con los alaridos de White y los lloriqueos de Robson, que permanece sentado en una silla de mimbre presa del miedo. White y Robson son como dos muestras extremas del colonialismo: el primero, en su lado de explotador implacable, de hábitos y acciones inconfesables; el segundo, en su lado burocrático y amable y, si se quiere, intelectual, pero abocado a un fracaso estrepitoso al enfrentarse con la realidad de caladero de ostras, con miles de personas hacinadas y unas condiciones de vida insoportables e inhumanas (todo hace pensar −aunque en esto tienen la última palabra los historiadores− que en tiempos del rey Salomón y de la reina de Saba no había tanto hacinamiento y los esclavos buceadores gozaban de mejor vida).
Justo la noche en que muere White −gritaba que le trajeran una mujer y se le desplomó la cabeza: estaba muerto− alguien le dijo al angloindio que le llaman desde la playa. El escenario siguiente, ya sin los alaridos del colono, nos introduce en un momento más sereno y trascendental. El escritor ha querido construir esta escena en que la serenidad y la dignidad, ante un suceso luctuoso que ha ocurrido, prevalece por encima de todo. Y ha querido que toda esa pesadilla del relato del segundo narrador terminará así, dignamente, en forma de una espontánea ceremonia. Una de las barcas trae el cadáver de un árabe que ha muerto súbitamente cuando estaba buceando. Tras depositar el cadáver en la arena, otro árabe, su hermano, se sienta junto al difunto y se cubre con un saco de arpillera[20] . Después, un jeque, el jefe de la embarcación, consuela al hombre atribulado, poniéndole una mano en la cabeza. El difunto ha muerto −le dice− como todo hombre desearía morir, trabajando, sin sufrir, y continúa con palabras amables en que destaca la idea de que todo se ha acabado, todo se ha terminado. «Eran figuras inmóviles, sombrías y misteriosas, que formaban parte del mar gris, del cielo plomizo» (p. 249). Del difunto destaca el narrador en dos ocasiones la rigidez de los dedos de los pies, que apuntan al cielo, detalle simbólico que interpreto como alusión a lo trascendente, al Paraíso o al-janna, adonde sin duda está destinada el alma del difunto. La imagen final en que los hombres se alejan de la playa y transportan sobre sus hombros el cadáver, muestra de nuevo, y por tercera vez, los dedos de los pies «apuntando firmemente hacia arriba» (p. 250).
El angloindio dice al final de su relato que se retira para poner en marcha, sin más dilación, el entierro de White. Creo que es buscada por el escritor, como algo muy significativo, la coincidencia en el final del relato de esas dos muertes, de personajes tan distintos y distantes, la de White y la del pobre buceador árabe. Uno, el colono, de historial tan tenebroso, ha muerto de una manera horrible, atado a un poste, víctima del alcoholismo, y tras la confesión de una vida perversa −lo que significa que muere a causa de sus propios pecados−, mientras que el colonizado lo ha hecho cuando trabajaba honradamente en la recogida de ostras. También White tendrá, sin duda, un entierro decoroso, pero las circunstancias han querido que, en esa escena final, Oriente se eleve con mayor dignidad frente a Occidente.
En la cultura de Woolf está la formación judaica y también la cristiana. De su estancia en Oriente conoció más de cerca la musulmana. Las tres religiones monoteístas están presentes en esta obra, en donde se alude a veces a los patriarcas de la Biblia y al Nuevo Testamento, y en concreto, de este último, a un pasaje del Sermón de la Montaña que aparece en el Evangelio de San Mateo. Quienes han estudiado este relato han visto en este párrafo bíblico la explicación del título De perlas y cerdos: «No deis las cosas santas a perros ni arrojéis vuestras perlas a puercos, no sea que las pisoteen con sus pies y volviéndose os destrocen»[21]. Sin descartar otras explicaciones −recordemos que también se habla, al rememorar siglos pasados, de los antepasados noruegos que criaban cerdos− creo que Woolf construyó ese título tan provocativo, en primer lugar, por el fuerte contraste que existe entre las dos palabras, que a su vez puede reflejar el abismo que separa un hotel británico de Torquay donde, a pesar de ser estéticamente chabacano, domina la comodidad y la buena vida, del caladero de ostras de la India, su campamento y sus condiciones inhumanas de vida bajo el hedor de millones de ostras en putrefacción. Si la perla nos remite a la belleza, la referencia al cerdo nos sitúa en un lugar sucio e indeseable, en una pocilga. Los objetos bellos que proceden de Oriente, o las ganancias que son producto de sus ventas, llegan a la metrópoli quién sabe a través de qué vericuetos de sufrimiento para los nativos, quién sabe a través de qué suciedades y porquería (por emplear una metáfora) y sin olvidar a colonos sin escrúpulos y degradados, como White, y eso es algo que los contertulios de Torquay no conocen y es el pequeño angloindio quien se lo va a contar.
Porque tenía que ser alguien así, un angloindio, como un ejemplo de la fusión entre Oriente y Occidente, quien, en esa tertulia de Torquay, hablara de la India británica con verdadero conocimiento de causa ante aquellos señores tan encorsetados y furiosos, como el pastor anglicano y el agente de bolsa.
En las últimas líneas volvemos a Torquay y a la perspectiva del primer narrador, quien resume así los efectos, en nada positivos, del extenso relato del comisionado angloindio: «Se hizo el silencio en la sala de fumadores. Eché un vistazo alrededor: el coronel dormía con la boca abierta, el corredor de bolsa se las daba de aburrido y el archideán parecía bastante molesto» (p. 250). ¿Ha conseguido ese relato remover la conciencia de los presentes, tres de los cuales representan poderes fácticos muy coloniales? Podríamos decir que el clérigo, si está molesto, es porque algo le escuece por dentro, quizá la mala conciencia. En cuanto al agente de bolsa, su aburrimiento es la peculiar respuesta agresiva de un soberbio, de quien no aceptará jamás la evidencia ni dará su brazo a torcer. Y en cuanto al militar, parece representar, al haberse quedado transpuesto, algo así como la ceguera e insensibilidad de las instituciones británicas ante el problema colonial, es decir, ante los verdaderos problemas de los colonizados.
Un último comentario del angloindio, que es punto final del relato, reproduce otro proverbio tamil, y considero que se refiere a los efectos de la mala y equivocada percepción de las cosas, de la falta de perspectiva y de los juicios de valor realizados sin conocimiento de causa, como pueden ser los prejuicios y los comentarios equivocados sobre los indios y los nativos de las colonias británicas en general: «Cuando el gato mete la cabeza en un bote, piensa que es todo oscuridad» (ibíd). Todo hace pensar que Leonard Woolf, antiguo funcionario en Oriente, debió escuchar −y soportar−, y también leer, tras su regreso a Inglaterra, comentarios muy parecidos a los que se hacen sobre la India en la tertulia improvisada de su magistral relato De perlas y cerdos.
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