LOS ELEFANTES EN LA INDIA
Enrique Gallud Jardiel
Antes de cualquier actividad espiritual o mundana, desde la más nimia a la más ambiciosa, el primer cuidado del hindú será encomendarse a Ganesha, el dios-elefante, símbolo de la inteligencia y deidad propiciatoria de cualquier tarea o actividad, especialmente las de tipo intelectual o artístico. A esta solemnidad ritual se le denomina mangalâcharana, literalmente «acto auspicioso de reverenciar los pies de la deidad». Sin un momento de atención a Ganesha, ninguna actividad da frutos, ni siquiera la adoración a los otros dioses.
Ésta es la creencia del hombre común en la India, porque precisamente Ganesha es gana isha, el dios del hombre común. Y aunque este carácter zoomórfico del dios de la inteligencia fue malentendido y ridiculizado por algunos occidentales de renombre —como el mismo John Locke— veremos que el elefante posee desde antiguo para los hindúes las más excelsas connotaciones.
El dios Ganesha es, sin duda, el más querido. Es hijo del dios Shiva y de la diosa Pârvatî y está casado con Siddhi y de Buddhi, quienes simbolizan el intelecto y los poderes sobrenaturales, respectivamente. Es padre de Kshema (la prosperidad) y Lâbha (el provecho). Se le considera el eliminador de problemas, por lo que recibe el nombre de Vighneshvara (“dios de los obstáculos”, aludiendo a que es el dios que acaba con ellos). Se le invoca, como hemos dicho, antes de iniciarse cualquier tipo de solemnidad, viaje o actividad. Es especialmente venerado por estudiantes, escritores y negociantes. La poetisa shivaíta Auvaiyar escribe al respecto:
Si adoras a Vinâyaka, de rostro de elefante, tu vida se expandirá ilimitadamente. Si adoras a Vinâyaka, el del blanco colmillo, tus deseos y tus dudas se desvanecerán. Por ello, adórale, muéstrale tu amor con ofrendas de frutos y flores y mitiga así la carga de las acciones.
A muchos de nosotros nos importa especialmente, pues es el dios de la literatura. Según la tradición, él mismo transcribió el Mahâbhârata, el poema épico de la «Gran India», al dictado de Vyâsadeva, al que impuso la condición de que debía contar toda la historia sin detenerse. Como se le rompiese una pluma, Ganesha se arrancó un colmillo de su cabeza de elefante y siguió escribiendo con él, para no interrumpir el flujo de palabras dictadas.
Su función es la de otorgador de poderes, en su aspecto de Siddhipati («señor del poder»), pues es la personificación de la mente de Shiva y reúne en sí los cinco elementos de la creación —tierra, aire, fuego, agua y éter— y maneja las fuerzas fundamentales que integran la materia.
Su origen es el siguiente: estando Pârvatî bañándose en sus habitaciones fue sorprendida por el dios Shiva y pensó buscar un guardián para su puerta. Con este fin tomó rocío de su cuerpo y barro y formó a Ganesha. Cuando Shiva quiso entrar, Ganesha se opuso con tanta violencia que hasta golpeó al dios. Furioso, Shiva llamó a sus tropas, para que le matasen. Pero Ganesha les hizo frente, por lo que Shiva puso ante él a la bellísima Mâyâ, la personificación de la ilusión. Mientras Ganesha la contemplaba, el dios le arrojó su tridente y le cortó la cabeza. Pârvatî montó en cólera y devoró a gran parte del ejército del dios. Éste envió a sus emisarios hacia el norte con la orden de traer la cabeza del primer animal que encontraran, que resultó ser un paquidermo, con objeto de que Ganesha pudiera resucitar.
Su cuerpo suele ser de color rojo o amarillo y sus manos son portadoras de una maza, un loto, un nudo corredizo, una concha y un disco arrojadizo, además de un cuenco lleno de arroz o de dulces de los que se alimenta, o de joyas y perlas que derrama sobre sus devotos. Lleva serpientes en los tobillos y en el pecho. Entre sus otros atributos se encuentran el hacha, un doble tridente, un cuchillo, un arco hecho con una caña de azúcar, un bastón de mando y el focino, usado simbólicamente para eliminar los obstáculos en el camino espiritual.
A Ganesha se le representa simbólicamente por la letra ga del alfabeto sánscrito y por el signo de la esvástica o sâthiya.
Además de Ganesha, veamos qué otros elefantes han obtenido un lugar de importancia en el mundo mitológico hindú.
Hay varias leyendas sobre el origen de los elefantes. En diversos purânaos de tradiciones mitológicas, se narra el batimiento del Océano de Leche que los dioses llevaron a cabo junto con los demonios para obtener el amrita o néctar de la inmortalidad. Se dispusieron a hacerlo utilizando al monte Mandara como palo y a Vâsukî, rey de los nâga o serpientes semidivinas, como cuerda. Del océano surgieron varios tesoros y seres maravillosos, entre ellos los elefantes. Por eso se les considera preciosos y deben ser protegidos y valorados como joyas.
Concretamente de habla de Airâvata, el elefante gigantesco que es cabalgadura de Indra, rey de los dioses. Es el arquetipo zoomórfico de las nubes portadoras de lluvia, por lo que su color es blanco. Es la deidad guardiana del Este y defiende ese punto cardinal. Surgió tras el batimiento del océano, pero según otra leyenda, cuando nació el ave Garuda, cabalgadura del dios Vishnu, en el instante en que rompió el huevo, el dios Brahmâ cogió en sus manos las dos mitades de la cáscara y canto sobre ellas siete melodías celestiales. Airâvata nació entonces de la cáscara de huevo que Brahmâ tenía en la mano derecha. Le siguieron siete machos más. De la cáscara de la mano izquierda surgieron ocho hembras y así se formaron los antepasados de todos los elefantes de la tierra.
Originariamente los elefantes podían volar, pero en una ocasión se posaron sobre las ramas de un árbol bajo el cual se encontraba el asceta Dîrghatapas y sus seguidores. La rama se rompió y los elefantes aplastaron a algunos de los ascetas. Dîrghatapas les maldijo y desde ese día perdieron sus alas, como se narra en el Vâyupurâna.
A Airâvata se le llama también Gajaindra, «el elefante de Indra», y se le relaciona con el fluido vital del cosmos. También se emplea su nombre para designar al arco iris y cierto tipo de relámpago. Su consorte se llama Abhramu (de mu, «formar», y abhra, «nube»: «la que produce nubes»).
Este símbolo de un dios védico perduró en el hinduismo posterior y la relación del elefante con la rama vishnuita se encuentra en esta figura mitológica de Gajendra, gran devoto del dios Vishnu, a quien se llama Karivarada o «protector de los elefantes». Este nombre se debe a una leyenda del Bhâgavatapurâna, que cuenta que en los bosques del monte Trikuta vivía el rey de los elefantes, gobernando y protegiendo sabiamente a su manada. En cierta ocasión se dirigió a bañarse en un lago donde moraba un cocodrilo. Éste mordió al elefante en una pata y, por más esfuerzos que hacía el paquidermo, el animal no soltaba su presa. La lucha duró mil años, al cabo de los cuales la fuerza del elefante comenzó a disminuir, mientras que el cocodrilo mantenía su potencia y su decisión. El elefante empezó a rezar a Vishnu, para que le protegiera. El dios se manifestó y, con su disco, cortó la cabeza del cocodrilo. Según otra versión, el dios no mató al reptil, pues su sola presencia bastó para que ambos animales cesaran en su lucha para reverenciarle.
En el contexto indio, el elefante es un símbolo muy variado, distinto al que le adjudicó tradicionalmente Aristóteles o al que menciona la psicología analítica actual. La interpretación más antigua que se conoce de los elefantes los relaciona en los Veda con el poder y el esplendor real, asociándolos a los reyes que cabalgaban sobre ellos. Son también símbolo de estabilidad, solidez y permanencia, de la sabiduría de las edades y de la fuerza serena y controlada. Posteriormente, en la etapa búdica y upanishádica, se les asocia con la pureza, por el hecho de ser vegetarianos, pese a su gran tamaño. Además, el elefante atraviesa la selva apartando con su trompa los obstáculos del camino, lo que se puede entender en el sentido del sendero espiritual del que hay que apartar todo lo que entorpece el progreso. Así, queda identificado con la sabiduría cercana al hombre, por ser un animal que trabaja junto a él.
Aparte de esta interpretación simbólica general se considera a los paquidermos de maneras muy específicas. En su asociación más antigua representa a la nube y, como tal, puede llegar a ser adorado. Es una nube de lluvia que camina por la tierra y con su presencia mágica, llama a sus parientas celestiales, las nubes, elefantes del cielo, para que se acerquen. Así, por su asociación con la lluvia, la fertilidad de las cosechas, el ganado y, en general, el bienestar del hombre, se le considera un animal benefactor. De ahí que los reyes críen elefantes para el bienestar de sus súbditos y que en un rito anual dedicado a la lluvia, la fertilidad de las cosechas y el bienestar general del reino, se pinte al elefante de blanco con pasta de sándalo y se lo lleve en solemne procesión por la capital. Según el Hastâyurveda —tratado específico sobre elefantes que luego mencionaremos—, si no se hiciera así, perecerían todos en el reino, por haber desatendido a una divinidad.
Lakshmî, la diosa de la prosperidad, esposa de Vishnu, tiene asimismo su vínculo con los paquidermos, en su aspecto de Gajalakshmî («Lakshmî de los elefantes»). Este aspecto aparece de la siguiente manera: de un jarrón lleno de agua brotan cinco lotos, dos de los cuales sostienen a un par de elefantes blancos a los lados. Estos, con sus trompas, derraman agua sobre la diosa mientras ésta levanta con su mano derecha sus pechos como símbolo de fertilidad. Estos elefantes se llaman Shrîgaja («elefantes de Shrî [Lakshmî]») y simbolizan, como ya hemos indicado, las nubes benefactoras, que traen riqueza, prosperidad y felicidad a los seres vivos.
Entre estas variedades simbólicas se concede especial valor a los elefantes blancos —albinos con manchas claras o sonrosadas— porque sugieren el origen de su antepasado surgido del Océano de Leche. Se relacionan particularmente con la figura del Buddha, pues según la concepción budista, el bodhisattva descendió desde el cielo en forma de elefante blanco al seno de su madre, la reina Maya. Desde entonces el blanco es el color sagrado del budismo y el elefante sirve también para representar a Gautama Buddha, de quien es cabalgadura. Según el budismo, este animal es símbolo de la inteligencia y quien trae la redención de las ataduras mundanas. Ya en el año 231 a. de C. el elefante era el emblema de esta filosofía y aparecía en las tallas de los templos
Su relación con la prosperidad es muy clara y, según una leyenda de las vidas anteriores del Buddha, el bodhisattva, nacido como el príncipe Vishvântara, se desprendió del elefante blanco del reino de su padre, regalándolo generosamente a un país vecino que sufría el hambre y la sequía, para que la presencia del elefante blanco mitigara estos males, como así sucedió. Sin embargo, el pueblo se sintió tan traicionado al perder a su animal sagrado que obligó al príncipe Vishvântara a marchar al destierro.
Otro valor simbólico que se les adjudica a los paquidermos es el de animales cosmóforos o sostenedores del cosmos. Son las cariátides del universo. Tradicionalmente existen ocho elefantes mitológicos que sostienen el mundo sobre sus lomos y protegen los ocho puntos cardinales. A tales animales se les denomina hastin («elefante») o diggaja («elefante de los puntos cardinales»). Sus nombres son Airâvata, Pundarîka, Vâmana, Kumuda, Añjana, Pushpadanta, Sarvabhauma y Supratîka. Se les suele representar juntos, en sus lugares respectivos de un rectángulo que incluye en su centro cualquier símbolo de la tierra.
Esta noción mítica ha pasado al arte y en la arquitectura sacra de la India ha contribuido a un concepto denominado gajathar (gaja = elefante; thara = base). Representa la parte inferior de la construcción, pues simbólicamente el elefante representa al cuadrado. En los templos clásicos hindúes el plinto de la base suele estar dividido en partes esculpidas según un orden tradicional. La más baja ofrece representaciones de espíritus subterráneos con cuernos, la de la mitad lleva representaciones de elefantes; la de encima incluye caballos y, por último, la de la parte superior del plinto, representaciones humanas.
Es común asimismo en la narrativa mitológica del hinduismo encontrar al elefante como símbolo total del universo, representando al Todo, al Absoluto. Muy conocida es la parábola de los cinco ciegos que tocaban cada uno una parte del elefante —la trompa, la pata, la cola— y lo describían de forma parcial, sin poder aprehender su totalidad, de la misma manera que se tiene una visión fragmentaria del universo.
Pero hay más, debido al valor metafísico que los hindúes han adjudicado tradicionalmente a los sonidos, las letras y las palabras. En un himno de los Brahma Sûtra se identifica al elefante con el proceso de evolución del espíritu hacia el Absoluto. Dice el poema:
Gaja, el elefante, es el origen y el fin.
El yogî, en su experiencia del samâdhi,
llega a un estado llamado ga, la meta;
y ja es el origen
de donde surge el Aum,
el sonido primigenio.
Todos estos aspectos han conducido a una sacralización del elefante, junto con otros animales, pues aunque muchas culturas consideran la zoolatría o adoración de animales como una forma baja de religiosidad, no ocurre en absoluto así en el contexto indio. Los animales son una forma de vida distinta de la humana, pero no necesariamente inferior. Participan de pleno en la esencia divina de todo el universo y sirven como símbolos de unas características venerables. El ser divino, que lo es todo, incluye por igual a dioses, hombres, bestias y hasta los objetos inanimados. Nada hay fuera de él. De ahí el carácter sagrado de los animales y el que desde antiguo se les haya venido sacralizando en la India, como parte integrante de la naturaleza.
Esta práctica, poco entendida en Occidente, hace que el indio se incline por un saludable vegetarianismo y viva con gran naturalidad en contacto con otros seres vivos. En general, los indios conviven fácilmente con los animales, no les consideran un peligro ni les atacan innecesariamente. Aunque gran número de especies se hallan especificadas en este proceso de sacralización, algunas de ellas se encuentran en una situación privilegiada, por razones culturales, económicas y de otra índole. El elefante entra por derecho propio en esta categoría.
Todos los dioses del panteón indio están asociados de una u otra manera a un animal. Esta peculiaridad tuvo como finalidad el propiciar mediante la religión la formación de una sociedad respetuosa para con la fauna, adjudicando a un gran número de especies la categoría de sagradas. La mitología presenta la condición de vâhana, un animal que es el vehículo de un dios y que representa una de las funciones primordiales de éste. Nos hallamos, en realidad, ante una manifestación zoomórfica de los propios dioses. El elefante es la cabalgadura de Indra, rey de los dioses, de Indranî, su consorte, y de Kuvera, dios de las riquezas, además de hallarse vinculado a otras deidades.
Esto conduce a un respeto extremo y a que la veneración a los elefantes —simbolizados en el dios Ganesha— sea una de las cinco variedades del culto hindú, junto con los adoradores de Shiva, de Vishnu, de la diosa madre y del sol.
El nombre genérico que se emplea para las sectas que adoran principalmente a Ganesha, es el de gânapatya. Existen seis sectas principales, que adoran al dios como única deidad y para las que éste simboliza todo el universo y que comenzaron a cobrar impulso con el inicio del culto a Ganesha entre los siglos V y VIII . Se encuentran especialmente en la costa occidental de la India. De entre ellas las más importantes son los Haridraganapati. Consideran a Ganesha el creador del universo, mientras que los otros dioses no son sino miembros del cuerpo del dios. Los que pertenecen a esta secta se tatúan en una parte de su cuerpo la cabeza del dios. Están también los Mahâganapati, quienes consideran a Ganesha como el dios creador y la única deidad que perdurará tras la disolución del universo. Para ellos la repetición y adoración del nombre del dios es suficiente para alcanzar la liberación. Además, existen los Uchchishthaganapati, semejantes a las sectas del sendero izquierdo del Tantra, en las que se intenta percibir a la divinidad mediante los caminos socialmente mal considerados, como sexo, empleo de estupefacientes, etc. No hacen distinciones de casta y se distinguen por una marca circular roja en sus frentes. Se cuentan asimismo son los Navanîta, los Svarna y los Santâna. Algunas de estas sectas practican la lectura del libro denominado Ganeshagîtâ, y que no es sino la Bhagavad Gîtâ en la que el nombre de Krishna, encarnación del dios Vishnu, ha sido substituido por el de Ganesha.
Considerando lo antedicho y la importancia de este animal en el entorno indio, no es de extrañar la proliferación de historias de elefantes en todas las variedades literarias del país. Como ejemplo ilustrativo incluiré una leyenda sobre una existencia anterior del Buddha, tomada de los Jâtaka [Narraciones del nacimiento]. La leyenda se titula Los seis colmillos.
El Bodhisattva, nombre que reciben las anteriores encarnaciones del Buddha, nació una vez como un esplendoroso elefante de seis colmillos, que proclamaban su origen divino. Su nombre en esa vida era Chaddant y era el jefe de una manada de ocho mil magníficos paquidermos. Chaddant cuidaba de su manada y junto a sus dos esposas, Kulasubhada y Mahasubhada, gozaba de la vida en un hermoso bosque al pie del Himalaya.
En cierta ocasión vagaba la manada por una parte del bosque cuyos árboles habían florecido hacía poco. Chaddant se detuvo a rascarse el lomo contra un gran árbol y el movimiento de su cuerpo contra el tronco hizo moverse toda la copa. Por un lado se desprendieron multitud de pequeñas flores rojas y suave pétalos, que cayeron sobre Mahasubhada, como una lluvia de primavera. Pero en otras ramas había también flores secas, llenas de hormigas rojas, y éstas cayeron por azar sobre Kulasubhada, que se sintió despreciada y comenzó a sentir celos de la otra elefanta y resentimiento contra Chaddant.
Otro día el elefante encontró en un lago un magnífico loto de siete tallos y se lo ofreció a Mahasubhada, que casualmente se hallaba más cerca. Kulasubhada lo presenció y decidió vengarse. Se retiró a un rincón apartado del bosque y se dejó morir de hambre.
Y renació como mujer, como la princesa Subhada del reino de Madda, recordando su vida anterior. Durante toda su juventud no olvido su rencor y sólo esperó a estar en posición de llevar a cabo su venganza. Cuando, en su día, se desposó con el poderoso rey de Varanasi, Subhada solicitó de su esposo un regalo especial: ansiaba poseer los seis colmillos de marfil de Chaddant y no descansaría hasta ver cumplido su deseo.
Para satisfacer a su esposa el monarca de Varanasi envió a su mejor cazador en búsqueda del maravilloso elefante. Este marchó con numerosa escolta y acompañantes y, tras cruzar ríos y montañas, llegó al bosque donde se hallaba Chaddant. El cazador preparó una trampa: un hoyo en la tierra oculto cuidadosamente con ramas y hierbas. Acto seguido se vistió con ropajes de asceta y se escondió tras un árbol, armado con un arco y flechas envenenadas.
Cuando Chaddant se aproximó, el cazador disparó un dardo y el elefante, herido, cayó en la trampa. Al principio el dolor le impulsó a arremeter contra su atacante, pero al observar que éste vestía ropas de asceta, se detuvo. Con voz dulce el Bodhisattva preguntó al cazador:
—Hermano, ¿por qué me has herido? ¿Qué mal te he hecho yo para que así me ataques? ¿Ha sido tu deseo o cumples órdenes de otras personas?
—Mi reina desea marfil para adornarse —fue la respuesta—. Por ello me mandó que te diera caza.
Chaddant comprendió entonces que la reina no era otra que Subhada y que su propósito era acabar con su vida, pues el bosque contenía gran cantidad de marfil de elefantes muertos y no era preciso atacar a uno vivo para conseguirlo. Pero el compasivo Bodhisattva decidió satisfacer este deseo de su antigua esposa.
—Sierra entonces mis colmillos —dijo al cazador—. Te aseguro que no te atacaré ni opondré resistencia. Cuando los tengas, llévaselos a tu reina y transmítele la noticia de mi muerte.
El cazador se aproximó a Chaddant con la sierra en la mano, pero no podía alcanzar sus colmillos. El rey de los elefantes se agachó y colocó sus colmillos a una altura a la que pudieran ser serrados. El cazador, sin decir ni una palabra, comenzó su tarea.
Pronto comenzó a sangrar el elefante y el dolor que sufría era insoportable. Sin embargo, no emitió ni una queja. El cazador se afanaba, pero pronto comenzó a mostrar síntomas de cansancio. Al cabo de unos minutos era evidente que no podría acabar de cortar los maravillosos colmillos.
Entonces el compasivo elefante tomó la sierra de manos del cazador y comenzó él mismo a serrar, pese al tremendo dolor, que se agudizaba por momentos. Tras momentos de intensa agonía los colmillos quedaron separados de su raíz.
El cazador los recogió y se dispuso a marchar, pero en sus ojos se veían las lágrimas que el sacrificio del Bodhisattva le habían provocado.
—Gracias —dijo—, ¡oh, misericordioso animal! No he entendido el porqué de tu sacrificio, pero te aseguro que nunca lo olvidaré.
—Sólo deseo pagar una antigua deuda y compensar un dolor que involuntariamente provoqué. Pero no te apiades de mí; mediante este acto espero obtener mayor conocimiento y sabiduría en mis vidas futuras.
Dicho esto, Chaddant se tendió sobre el suelo y, al poco tiempo, expiró.
Cuando el cazador llegó al reino de Varanasi, la reina le estaba esperando. El depositó los seis maravillosos colmillos a los pies de la soberana y, de inmediato, solicitó su permiso para abandonar la corte y sus deberes en ella. El permiso le fue concedido y el cazador desapareció sin recoger la recompensa que se le había prometido.
Por su parte, la reina Subhada estuvo durante largo tiempo contemplando los seis colmillos, que refulgían con increíble brillo y lanzaban rayos de seis colores. Pero al cabo la reflexión sobre sus actos destrozó su corazón y, días después, Subhada murió de pena en sus aposentos, rodeada de los restos del que había sido su esposo.
Pero el elefante no es sólo objeto de ficción. Existe toda una literatura científica sobre los paquidermos, pues considerada la pasión de los indios por el tratamiento sistemático y técnico de todos los temas que les interesan, hubiera sido muy extraño que no hubiesen prestado especial atención a este animal, que ha desempeñado un papel importante en sus vidas y en su cultura.
La creación de la elefantología científica india se le atribuye a Pâlakâpya, aunque las primeras referencias sobre elefantología aparecen en el Arthashâstra de Kautilya (siglo III a. de C). De ahí en adelante, en ningún tratado político o militar indio faltan las referencias a los elefantes.
El Hastâyurveda [La sabiduría sobre la longevidad de los elefantes] es la enciclopedia clásica sobre el tema. Consta de 7.600 pareados, además de varios capítulos en prosa. Es una obra sánscrita, sin fecha conocida, atribuida a Pâlakâpya. También se conoce como Gâja Shâstra. Está dividida en cuatro partes: enfermedades graves de los elefantes y su cura, enfermedades leves, cirugía para paquidermos y, por último, alimentación y acomodo de los animales.
Otras obras dignas de mención sobre el tema son el Yashastilaka de Somadeva Surî, que data del 1059; el Shukranîti de Shukrâchârya, del siglo XX; y el que los especialistas han llamado el «manuscrito de Tanjavur», una obra sánscrita incompleta pero muy interesante sobre paquidermos.
Empero, el libro más curioso es el Mâtanga Lîlâ [Tratado festivo sobre elefantes], que conocemos por la versión del gran indólogo alemán Hienrich Zimmer. El creador de esta pequeña joya fue Nîlakantha Bhatta, autor de varios compendios científicos. Vivió en el siglo XVII y era nativo de Kerala. El libro es un tratado en 263 versos, divididos en doce capítulos, y trata de los siguientes temas relacionados con los paquidermos: características favorables y desfavorables, marcas de longevidad, medidas, diferencias de carácter, modo de cazarlos, manera de cuidarlos, su régimen y las cualidades que se desean en ellos.
Dejando ya el plano del símbolo y las letras, veremos el lugar de los elefantes en el mundo natural.
En la India los elefantes han sido una parte integral de la cultura histórica, desde mucho antes del periodo védico. Su domesticación se remonta al tercer milenio a. de C., en la civilización del Valle del Indo. Ya aparecía el elefante en los sellos de Mohenjo-Daro, que se cuentan entre las primeras obras artísticas no sólo de la India, sino de la civilización humana. Estos sellos proporcionan las representaciones más antiguas conocidas del elefante. Muestran al animal en sus funciones doméstica y mitológica. Se representa al elefante ante un pesebre, por lo que ya debía de desempeñar un papel en la vida cotidiana. Nos estamos refiriendo a la subespecie Elephas maximus indicus del elefante asiático, del que a inicios del siglo XXI quedan 50.000 ejemplares.
Desde antiguo se ha venido criando cuidadosamente a estos animales, aunque técnicamente no están domesticados, en la plena acepción del término, pues no se les ha hecho una crianza selectiva para potenciar características específica, como el caso del ganado, los caballos o los perros. Sí se les ha clasificado, y los textos mencionan curiosamente «castas» de elefantes. Estas descripciones aparecen en el el libro primero de la epopeya del Râmâyana y en el Arthashâstra de Kautilya Chânakya. Se consideran tres clases de elefantes, los kumaria o principescos, por su majestuosidad; los mirga o semejantes a ciervos, por su pequeño tamaño; y los dvashala o intermedios, una mezcla de los otros dos.
La inteligencia de estos animales se considera proverbial en la India y fue causa de asombro para los primeros occidentales que entraron en contacto con ellos. Estrabón, en el libro XV de su Geografía asegura: «Es tan fácil su doma que aprenden a arrojar piedras contra un blanco y a emplear las armas, así como nadan de maravilla.» Marcos Jiménez de la Espada, en su libro Andanças e viajes de un hidalgo español: Pero Tafur, dice: «Fácenlos jugar con una lança, echándola en alto e rescibiéndola, e muchos otros juegos.» Flavio Arriano, en su obra Indika [Cosas de la India], también lo constata:
En efecto, el elefante es el más inteligente de los animales: como que unos, cogiendo a su cornaca muerto en la guerra, lo llevaron ellos mismos a la sepultura; otros cubrieron a los cornacas, derribados, con su cuerpo; otros arrostraron peligros para salvar la vida de su cornaca caído; y otro, en fin, que había dado muerte encolerizado a su cornaca, murió de pena y arrepentimiento.
Según cuenta la leyenda, en la famosa batalla de Hydaspes, en el 326 a.C., el rey Porus [Purushottam] quedó herido por innumerables flechas y fue su elefante quien le salvó la vida. En primer lugar le apartó del fragor de la batalla y le condujo a un sitio seguro. Después le bajó con cuidado, para que no sufriera y, finalmente, arrancó con la trompa las flechas del cuerpo de su amo. Alejandro quedó tan impresionado por este hecho que mandó grabar una moneda en donde se representaba al rey Porus sobre su elefante. Esta moneda puede admirarse hoy día en el Museo Británico de Londres.
No hay que decir que la cría y el adiestramiento de los elefantes los hacía generalmente el estado, pues los individuos no tenían suficientes medios para ello. Por ello, la posesión de elefantes era prerrogativa de los reyes. Los elefantes se capturaban en la selva y luego se los mantenía en reservas en el bosque o en guarniciones para fines bélicos, o se los destinaba a las cuadras reales, para que sirviesen de montura ceremonial.
Estrabón, en su Geografia —una de las más valiosas fuentes para el conocimiento del mundo antiguo— proporciona una detallada descripción de la forma en la que se solía llevar a cabo la caza de elefantes salvajes. Es un fragmento curioso, que merece la pena conocer. Dice el geógrafo e historiador griego:
La caza de estos animales se lleva a cabo de la manera siguiente. En torno a un lugar pelado se cava una profunda fosa como de cuatro o cinco estadios de perímetro y a su entrada se hace un puente muy estrecho; después los indios introducen allí tres o cuatro hembras muy mansas y se ponen a la espera resguardados en chozas ocultas. Los elefantes salvajes no se acercan de día, pero por la noche penetran de uno en uno en el recinto. Una vez que los animales están dentro, los indios cierran el paso con todo sigilo y a continuación introducen los más valientes de los elefantes de pelea domesticados y luchan contra ellos, desbravándolos al mismo tiempo por hambre. Cuando los elefantes salvajes están ya desfallecidos, los cornacas más resueltos desmontan a escondidas, cubriéndose bajo el vientre de su montura, y saliendo de allí se deslizan debajo de los bravos y les traban las patas; hecho esto, ordenan a los mansos que golpeen a los que ya están trabados hasta abatirlos en tierra; al desplomarse éstos, atan su cuello al de los mansos por medio de correas de cuero bovino sin curtir. Además, para que los animales no se revuelvan y tiren a los hombres que traten de montarlos, hacen cortes en derredor de su cuello y corren el lazo por la herida, a fin de que el dolor les haga ceder al ronzal y se estén quietos. De los elefantes capturados se descarta a los más viejos o a los demasiado jóvenes para prestar servicios y a los demás se los conduce al establo; allí les atan las patas unos con otros, les sujetan la cabeza a un poste plantado con firmeza y los quebrantan por hambre; después les hacen recobrar fuerzas con caña verde y hierba, y por último los enseñan a obedecer, amansando a unos con palabras y a otros con ciertas melodías y toques de tambor. Raro es que se resistan a la doma, pues son de natural tranquilo y manso, de suerte que poco distan de ser animales racionales.
Los elefantes se emplearon en la India para la guerra desde el primer milenio a. de C. En la epopeya del Mahâbhârata ya se menciona que un ejército modelo contaba en sus filas con 21.870 elefantes. Éstos eran una de las cuatro partes del ejército (con la infantería, la caballería y los carros). Los persas aprendieron de los indios esta práctica y la transmitieron a los helenos.
Un gran número de estos animales murieron en batallas. A inicios del siglo XVIII, con el uso generalizado de los mosquetes dejaron de emplearse para la primera línea de ataque. Sin embargo, su importancia no disminuyó, ya que podían transportar soldados, munición y avituallamiento por zonas de difícil acceso donde no pasaban los carros. Incluso en pleno siglo XX, durante la Segunda Guerra Mundial, todos los elefantes de propiedad privada de la India fueron requisados para emplearlos en la defensa de la frontera, contra los japoneses, que habían invadido Birmania.
Sólo en un país de tan extremados contrastes como la India sería posible compaginar este uso con la veneración a la que antes hacíamos mención. A los elefantes se les respetaba tanto que en se empleaban para elegir un sucesor al trono. La superioridad de un rey se medía en el número de elefantes de su ejército. El nacimiento de un elefante se consideraba un signo de futura prosperidad. Las celebraciones religiosas incluyen por lo general ofrendas a los elefantes.
Es de destacar una festividad en honor de Ganesha, denominada Ganeshachaturthî («cuarto día de Ganesha»). En ella se celebran desfiles por las calles de las ciudades y de los pueblos, que concluyen al arrojar imágenes del dios, hechas con barro o arcilla, a los ríos sagrados o al mar. Esto se hace en medio de cánticos y bailes. Tras la inmersión, una parte del material del que se han hecho las efigies se recupera y con él se marcan simbólicamente los graneros o aquellos lugares en los que se desea prosperidad.
En la actualidad, los elefantes suelen emplearse principalmente en procesiones religiosas, en las que se les decora y pinta con varios colores, protegiéndoseles la frente con una coraza profusamente adornada. Como ejemplo de este rito puede mencionarse el del templo de Guruvayûr, un tîrtha o lugar sagrado de peregrinación, en el estado de Kerala, considerado el más importante de la zona y visitado por miles de peregrinos todos los días del año. Está dedicado a un aspecto del dios Vishnu, llamado Guruvayûrappan. Uno de los ritos más típicos es el paseo de la deidad dentro de los precintos del templo, transportada encima de elefantes decorados al efecto.
No obstante, la festividad más famosa en la que intervienen paquidermos es Puram, que se celebra en la localidad de Trichur. Treinta elefantes ornados con quitasoles ceremoniales desfilan por delante del templo principal y se alinean ante él. Se cree que la deidad del templo, el dios Vadakkunnathan (un aspecto de Shiva), monta de manera invisible el elefante central. Al son de la música los elefantes efectúan la pradarshina o circunvalación ritual.
Y para todos estos ritos los templos cuentan con sus elefantes particulares, ocupados exclusivamente en esta actividad. Por ello, en el sur de la India especialmente, son comunes los santuarios de elefantes, amplios recintos en donde se cría y cuida a los paquidermos y se les adiestra para procesiones. Allí se encuentran en libertad y tienen gran número de cuidadores especializados para atenderles, que les alimentan, les pasean y les bañan a diario con un celo y un mimo dignos de reconocimiento. Las directrices del Mâtanga Lîlâ dan idea del cariño que se tiene en la India a los elefantes. Según el tratado, los cuidadores de elefantes deben ser, literalmente «...inteligentes, majestuosos, justos, devotos, puros, sinceros, libres de vicios, honestos, controladores de sus sentidos, de buen comportamiento, vigorosos, adiestrados, de buen hablar, discípulos aventajados de buenos maestros, listos, constantes, protectores, hábiles curadores, valientes y omnisapientes». ¡Qué menos para un animal tan dulce y a la vez tan magnífico!