GEORGE ORWELL ANTE EL RAJ BRITÁNICO
(o cuando Birmania era también la India)
Pedro Carrero Eras
- Orwell y la India británica
Dice Steven Martin en un interesante artículo dedicado a la Birmania de Orwell, «...la llegada de Eric Blair a Birmania como miembro de la Policía Imperial India en 1922 fue en realidad una especie de regreso a casa»[1]. Efectivamente, Eric Arthur Blair, que sería conocido por su seudónimo de George Orwell, había nacido en la India, en concreto en Motihari, el 25 de junio de 1903. Era hijo de Richard Walmsley Blair y de Ida Mabel Limouzin. El padre fue funcionario de escalafón medio en el Servicio Inglés del Opio para las colonias. La madre había nacido en Birmania y era de padre francés y madre inglesa.
Pero poco habría de estar Eric Blair en la India, pues al año de nacer se trasladó con su madre y una hermana a Inglaterra. De todas formas, viene a cuento la apreciación de Martin cuando se refiere a ese vínculo de Orwell con la India y Oriente. Tras sus estudios en Eton, al no poderse costear una beca para los estudios universitarios, pues los recursos familiares no eran suficientes, decidió hacer los exámenes, que aprobó, para ingresar en la Policía Imperial India, siendo destinado a Birmania. Como es sabido, tras las guerras anglo-birmanas, Birmania se había convertido en una provincia más de la India bajo el dominio del Raj británico. Al comienzo del Raj, en 1858, la baja Birmania ya formaba parte de la India británica. Fue en 1886 cuando el territorio de la alta Birmania se fusionó, y esa unión resultante, llamada Birmania, provincia autónoma de la India, duró hasta 1937. En esa fecha Birmania pasó a ser colonia británica separada, alcanzando la independencia en 1947. Durante la pertenencia de Birmania a la India el flujo y trasiego social entre un país y el otro fue muy intenso, habitando muchos indios en Birmania o formando parte de la estructura administrativa y el funcionamiento del Raj, por ejemplo, de la Policía Imperial India a la que perteneció Orwell. Cuesta creer que el futuro autor de 1984 y de Rebelión en la Granja se alistara en un cuerpo de policía, pero nadie es exactamente igual en las distintas fases de su vida. Precisamente esa experiencia sería para él muy válida a la hora de analizar, en su futuras novelas, los mecanismos del poder, como lo sería, evidentemente, su presencia en la Guerra Civil española.
Ya en su paso por diversos colegios donde, salvo en Eton, no fue precisamente feliz, llamó la atención de compañeros y profesores por su carácter extremadamente sensible, intelectual y crítico. La explicación de ingresar en un cuerpo policial tiene, como cuando se toman decisiones en esta vida, varios motivos. Primero, la necesidad de encontrar un trabajo remunerado en la Administración. Además, el hecho de haber nacido en la India, donde su padre era funcionario, probablemente sería para Eric, que solo contaba 19 años, un aliciente. O, al menos, le impulsó el deseo de viajar a otras tierras y la curiosidad por conocer el país donde nació, aunque después le destinaran a Birmania. Todo hace pensar que en esa decisión habría en el joven Eric, al menos. un mínimo de entusiasmo, que la realidad se encargaría de desinflar.
- La novela que nace de su estancia en Birmania: Los días de Birmania
El primer destino que tuvo Orwell fue en Rangún. Orwell resistió en su empleo en Birmania cinco años. Y si digo resistir es porque cada vez se fue desilusionando más al conocer mejor la realidad del colonialismo. Pensemos lo que supuso estar en la policía colonial: detenciones de nativos, castigos, encarcelamientos, ejecuciones, y, en definitiva, contacto con los aspectos más duros y sórdidos de la realidad. Después, en 1927, pidió el cese y regresó a Inglaterra. De la experiencia de su estancia en Birmania surgiría una novela, Los días de Birmania, su primera novela, publicada por primera vez en 1934[2], es decir, siete años después de su regreso a Inglaterra. En español tenemos la reciente e impecable traducción publicada por Ediciones del Viento[3], que sustituye y mejora la que ya existía en los fondos de esta editorial.
La novela es excelente y anuncia ya futuros logros narrativos: por el retrato de los personajes, por la reconstrucción de los ambientes y por el análisis crítico de la situación colonial. El sentido de la justicia y de la libertad y su actitud crítica hacia los abusos del poder que inspirará sus siguientes novelas, está ya presente en Los días de Birmania. No olvidemos que Orwell es el escritor que denunciará los totalitarismos, tanto de izquierdas como de derechas.
La acción transcurre en una pequeña ciudad birmana, Kyauktada, en medio de una vegetación exuberante, martirizada durante los largos períodos de sequía y anegada y enfangada durante la estación de las lluvias. El paisaje es el característico de la presencia colonial, bajo los rigores del sofocante e insoportable clima de los trópicos, con edificios públicos y privados más bien polvorientos y decrépitos. Entre ellos destaca, y es lugar especial en el relato, el inevitable club inglés, donde los británicos suelen conjurar su tedio y sus insatisfacciones tomando bebidas alcohólicas y despotricando incansablemente contra los nativos El relato está escrito en la perspectiva de la tercera persona narrativa, y tiene en Flory, representante de una empresa maderera, a su protagonista. A través de este personaje se canalizan buena parte de las observaciones del escritor, que demuestran su buen conocimiento del terreno, adquirido durante su estancia en Birmania. Si en esta novela, como en muchas otras, hay un personaje que se puede identificar ‒salvando distancias‒ con el escritor, este es Flory, por lo menos en lo que se refiere a su desengaño y su visión crítica del Imperio.
La ironía, una ironía sangrante, surge a cada paso, y se ceba especialmente en las actitudes de los restantes personajes, tanto en los británicos como en algunos nativos. Especialmente maléfico resulta el retrato del submagistrado local U Po Kyin, descrito en el primer capítulo, un tipo de modales repulsivos, cruel y corrompido, capaz de aceptar sobornos y de crear todo tipo de trampas y falsedades en beneficio suyo. Representa el grado más alto del servilismo sin escrúpulos, tolerado descaradamente por los administradores. Su maldad es tal que llega a urdir en la sombra una especie de pantomima de levantamiento contra los británicos, para presentarse después él, tras el fracaso de la ridícula rebelión, como el héroe que los ha derrotado. En cuanto a los británicos, la voz más encanallada en sus manifestaciones racistas y segregacionistas, cargadas de odio, es la de Ellis, representante de otra empresa maderera. Ellis es un energúmeno, y siempre está despreciando a los nativos y dispuesto a impedir la entrada como miembro del club a uno de «esos negros y apestosos cerdos» (p. 32). Los restantes miembros del club, exceptuando a Flory, no suelen expresarse de forma tan feroz, pero cuando se llega a determinadas situaciones y circunstancias, también salen a relucir crudamente sus prejuicios.
- El precedente de Pasaje a la India
Orwell podría encasillarse en ese grupo de escritores británicos que, habiendo trabajado en las colonias, ya sea en la administración pública como en la privada, pueden ser definidos, cada uno con diferentes matices y con estilos diferentes, como críticos con el colonialismo, tal y como se manifiestan en sus obras a través de los hechos y de los personajes. En esa línea está, por ejemplo, Edward Morgan Forster, el autor de la famosa novela Pasaje a la India[4], publicada en 1924, es decir diez años antes que Los días de Birmania.
Flory es amigo del doctor Veraswami, prototipo del indio que admira a los británicos. Cuando el inglés critica a los suyos, diciendo que los británicos están ahí para aprovecharse, Veraswami enumera los beneficios materiales y legales que el Raj ha traído a los birmanos, beneficios que por sí solos no hubieran podido conseguir. Así llevan discutiendo los dos amigos, medio en broma medio en serio, más de dos años, el inglés como detractor del Imperio Británico y el indio como defensor.
Salta a la vista, por tanto, un cierto paralelismo entre Pasaje a la India y Los días de Birmania, por lo que, en principio, podemos hablar de influencia de una novela sobre la otra. Como es sabido, en la novela de Forster, Ciryl Fielding, el director del Instituto, es el amigo de los indios, y es el único británico del club que los frecuenta. Fielding tiene 40 años y es soltero y Flory tiene unos 35 y es, también, soltero. Fielding es amigo del doctor Aziz y Flory es amigo del doctor Veraswami. El doctor Veraswami admira a los británicos como el doctor Aziz también los admira, hasta que ese idilio se trunca cuando Aziz es acusado injustamente tras el incidente de las cuevas de Marabar. Y, por último, si Fielding es algo así como el alter ego literario de Forster, Flory, como ya he dicho, es el personaje que representa, en cierta medida, a Orwell.
Sin embargo, y llegados hasta aquí, conviene hablar de las diferencias entre una novela y otra, y defender la originalidad de Los días de Birmania. En defensa de Orwell tenemos que decir que, al igual que Forster, conoció bien y en directo la realidad de Raj y de sus colonias, es decir, no tuvo que aprenderla de ningún novelista anterior a él.
Las diferencias entre los dos personajes, Flory y Fielding, son evidentes. Fielding es un personaje comedido, sereno, elegante, acorde con su cargo, que lleva una vida ordenada. Tiene, como todo ser humano, su prejuicios y comete errores, pero suele regirse por la mesura y la compostura en sus declaraciones y en sus actuaciones. Así lo demuestra cuando se enfrenta a toda la colonia británica para defender a Aziz, y cuando, a continuación, decide abandonar el club. Por el contrario, Flory, más atormentado, lleva una vida desordenada, se muestra desaseado y mal trajeado, y con frecuencia se emborracha. Su fiel criado Kos S'la, que le atiende desde los primeros tiempos de la estancia de Flory en Birmania, siempre le ha llevado a la cama cuando estaba borracho, le ha cuidado cuando ha tenido fiebres y también le ha proporcionado prostitutas. Además, Flory tiene una amante birmana, Ma Hla May, algo así como una esclava sexual, a la que termina aborreciendo y despidiendo cuando conoce a una bella joven británica que acaba de llegar a Kyauktada. El desorden en la vida de Flory nace de su propia insatisfacción, de encontrarse mal en Birmania (país con el que mantiene una relación de odio-amor) y de sentirse fracasado, y de no admitir ni asumir la realidad ni tampoco de admitirse a sí mismo, para empezar, debido a esa mancha azulada de nacimiento que le cubre la parte izquierda de la cara. Hábilmente, Orwell establece un paralelismo entre el color negro de los nativos, tan denostado por los británicos, con el color oscuro de parte de la cara de Flory, debido a esa mancha de vino, como si él estuviera también "marcado" por la naturaleza. Incluso, cuando Flory cae en desgracia en el club, Ellis apunta a ese detalle físico y lo relaciona con el color de la piel de los nativos, preguntándose si no tendrá antecedentes negros.
La visión desengañada del Raj británico es mucho más radical, acerba y directa en Los días de Birmania que en Pasaje a la India, sobre todo si atendemos a la actitud, hechos y declaraciones de los dominadores, en concreto de los miembros del club británico de Kyauktada. Aunque en Pasaje a la India hay discriminación, racismo e injusticias cometidas contra los indios por los británicos, el tono de exponer los hechos, podríamos decir, es más sereno y más teñido de esa elegancia tan propia de los escritores británicos cuando se trata de reflejar situaciones desagradables e incluso horrendas. Los personajes británicos, en Pasaje a la India, sin dejar de evidenciar su supremacismo y su racismo, y de ser reacios a confraternizar con los indios, son menos bruscos y más comedidos en sus comentarios. Lo mismo no puede decirse de los miembros del club británico de Kyauktada en Los días de Birmania, y, como ya he apuntado, no solo de Ellis, sino también de los otros miembros del club. En definitiva, y aunque la amarga ironía está siempre presente, todo es más feo, sucio, desgarrado y terrible en la novela de Orwell. Pero, entiéndase, no es un simple libelo contra el Raj, porque la novela está sabiamente construida, cuidadosa con el arte de los detalles, las descripciones y el tratamiento psicológico de los personajes y con una altura literaria que no desmerece para nada si se compara con las obras que Orwell publicará en años sucesivos.
- Esos clubs británicos y el precedente de otros escritores
El club era, en las colonias, el lugar donde los dominadores británicos podían refugiarse, encapsularse, hacer algo de deporte, tratar de sumergirse en sus propias esencias ‒sobre todo en el whisky‒ y olvidar por algunos momentos que se encontraban a miles de kilómetros de su país. El que exista esto no tiene nada de extraño, pues todas las regiones y todos los países han tenido y tienen repartidos por el mundo centros y delegaciones, con productos y objetos del lugar de origen, para reunirse y poder hacer más llevadera la lejanía de la patria. Lo que ocurre es que, al menos en las novelas y relatos de estos escritores críticos con el Raj, los clubs británicos no son solo lugares de esparcimiento, sino que son lugares donde la perversión se instala. Y cuando hablo de perversión me refiero a esa actitud discriminadora y racista hacia los nativos, hacia los administrados.
En la India, en algunos casos, y siguiendo instrucciones superiores que entendían como positiva una moderada confraternización, nativos relevantes pudieron ser miembros del club. En Los días de Birmania una buena parte de los conflictos que vertebran el argumento tiene que ver con la posibilidad de que el doctor Veraswami sea admitido en el club, candidatura que apoya Flory, y que provoca la inmediata reacción airada del exaltado Ellis y la negativa o indiferencia del resto de los miembros. Por su parte, el malvado y corrupto U Po Kyin, enemigo del doctor Veraswami, urde un plan para hacer fracasar esa propuesta, pues él aspira también a los honores de ingresar en tan honorable institución.
Es en el club y en los miembros del club, en sus declaraciones y en sus actuaciones, donde Orwell centra el retrato más negativo del Raj. Hay un momento en que la perspectiva narrativa en tercera persona pasa hábilmente a la primera, dirigiendo el pensamiento de Flory a un tú convencional que es él mismo, a la manera del monólogo interior, pero sin olvidar que el destinatario de ese tú puede ser cualquiera, como el propio lector, de forma impersonal. Ese rasgo estilístico hace que la introspección sea más intensa:
Tu vida se convierte en una vida de mentiras. Año tras años te sientas en pequeños clubs, al estilo de Kipling[5], con un whisky a tu derecha y el Pink'un[6] a tu izquierda, escuchando y asintiendo mientras el coronel Bodger explica su teoría de que habría que meter en aceite hirviendo a esos puñeteros nacionalistas. Oyes llamar a tus amigos orientales «pequeños babus sebosos» y admites sumiso que son pequeños babus sebosos. Ves a patanes recién salidos del colegio patear a criados de pelo canoso. Llega un momento en el que te consumes de odio contra tus compatriotas, en que ansías que se produzca un levantamiento que ahogue el Imperio en sangre (p. 92).
En este fragmento resaltan ciertos grados esenciales que conducen el desarrollo narrativo de la novela, como la insatisfacción del protagonista, el hecho de verse forzado a asentir (y, por lo tanto, a ser cómplice) mientras escucha las barbaridades que sobre los nativos se dicen en el club y el odio que hacia sus propios conciudadanos le produce esa vida de fingimiento y colaboración.
Que un niñato patee a los criados, como se indica en el párrafo citado, es lo que hace el teniente Verrall cuando, recién llegado a Kyauktada, pega una patada en el trasero al mayordomo del club porque le ha traído el whisky sin enfriar, lo que indigna a Ellis, que recrimina al militar, porque piensa que, «el mayordomo era propiedad del club y no podía patearlo un desconocido» (p. 259). Pero lo que más le agobia es que «Verrall pudiera creer que sentía lástima por el mayordomo» (ibíd.), detalle que nos parece aún más sangrante. Observamos ahí un entrecruce de reacciones en que Ellis demuestra su bajeza: no se queja a Verrall por haber cometido un abuso, sino por una cuestión de poder, de jurisdicción, al sentirse dueño de un ser humano convertido en objeto como si de un esclavo se tratara. Y le aterra pensar que sus conciudadanos piensen que siente alguna simpatía hacia los nativos. Hay que comportarse como piensa el grupo: el grupo, con su comentarios desdeñosos hacia los indios, obliga a todos a secundarlo, como esos asentimientos de cabeza a los que se refiere Flory en el párrafo más arriba citado.
En la línea de los escritores británicos que ofrecen una visión crítica del comportamiento de sus conciudadanos en la India tenemos a Joseph Randolph Ackerley, que fue amigo de Forster y también como él y animado por él, secretario de un maharajá, en concreto el de Chhatarpur, entre finales de diciembre de 1921 y mayo de 1922. De aquella estancia en la India Ackerley escribió un diario que publicó en 1932, Vacación hindú, libro en el que cuenta sus experiencias de ese viaje con unas excelentes dosis de ironía y maestría literaria[7]. En su relato este escritor británico se refiere en términos no precisamente amables a los ingleses que están alojados en la Gran Casa de Huéspedes cercana al palacio del maharajá. No es, precisamente, un club británico, pero para los efectos funciona como tal. Son cinco personas, un capitán y su esposa, otros dos militares y una señorita llamada Gibbins. Ackerley confiesa que no le gustan, pues los encuentra triviales, sobre todo a las mujeres, especialmente cuando hablan de las monerías que hacen sus perritos de compañía. Los comentarios sobre los nativos de alguna de estas personas se acercan, a veces, a la despiadada crudeza verbal que leemos en Los días de Birmania y de la que ya he dado algunas muestras. Especialmente altiva y supremacista es la señora Montgomery, la esposa del capitán, cuando comenta un suceso acaecido esa tarde:
‒Vera (la señorita Gibbins) tuvo que desmontar para recoger una guante que se le había caído, y tuvo dificultad para volver a montar. Había un campesino cerca, sin hacer absolutamente nada por ayudar; se limitaba a mirar; así que le ordené: "¡Chico! ¡Acércate y sostén el caballo de la señora". ¿Y qué les parece que me respondió? "¡No soy su esclavo, señorita!". ¿Pueden creerlo? ¡Bestia inmunda! [8]
Un relato de Leonard Woolf titulado De perlas y cerdos transcurre en la sala de fumadores de un hotel de Inglaterra, pero contiene comentarios sobre la India, comentarios cargados de prejuicios sobre los indios, con los que se trata de justificar la presencia de los británicos en las colonias. Quienes hablan son personas que no han estado nunca en la India, salvo una de ellas, que es angloindio, que escucha pacientemente y que termina contando un relato estremecedor, fruto de su presencia como gestor de caladeros de ostras en el sur de la India, con el fin de que sus improvisados oyentes conozcan algo de la realidad de la India y del colonialismo. A este relato le he dedicado un extenso análisis publicado en esta misma web y se puede consultar en la sección de artículos, subsección Literatura[9]. No es, por tanto, un club británico en la India, pero para el caso es lo mismo en cuanto a atmósfera, hábitos y opiniones se refiere. Sobre la atmósfera, como dice irónicamente el narrador, la sala huele a «consistencia, seguridad, crin de caballo y whisky con soda», rasgos que se pueden trasplantar a los clubs existentes a lo largo y a lo ancho del Raj. Aunque Woolf dejó de ejercer su cargo de funcionario en Ceilán en 1911, el relato no se publicó hasta 1921.
No me extenderé en detalles sobre este relato de Woolf, pues el lector puede consultar mi artículo en esta misma tribuna digital. Podrá así observar, pues ofrezco muestras de ello, que los comentarios de los personajes de la sala de fumadores de De perlas y cerdos son más comedidos y más cautos que las opiniones y los insultos de los impresentables miembros del club de Los días de Birmania. No podía ser de otro modo, porque, para empezar, salvo uno de ellos, como ya he dicho, los demás no han estado en la India, pero esto no impide que dejen traslucir sus prejuicios y sus descalificaciones, así como la justificación, con mucha carga de hipócrita paternalismo, de la presencia de los británicos en las colonias como fuente de innumerables beneficios ‒¡incluidos los de carácter moral!‒ para los administrados[10].
- Hacia el desenlace de Los días de Birmania
En Los días de Birmania surge en la atormentada vida del protagonista, Flory, una historia sentimental, si es que se la puede llamar así, pues todo es mucho más desgarrado que lo que podría entenderse como una historia de amor. Tiene que ver con la llegada a Kyauktada de una joven británica, la señorita Elizabeth Lackersteen, sobrina de los Lackersteen, que son otros miembros del club, tan impresentables como los demás en cuanto a clichés mentales y actitudes hacia los nativos. Al señor Lackersteen le adorna una desenfrenada tendencia a la bebida, a pesar de las protestas de su mujer, así como, en el no va más de lo esperpéntico, esa rijosa propensión a pellizcar y toquetear las piernas de su sobrina cuando está sola en su habitación, tocamientos que, como no podía ser menos, ella rechaza espantada.
Elizabeth, sin recursos económicos tras el fallecimiento de su atolondrada y extravagante madre, viene a Birmania a vivir con sus tíos, pero, sobre todo, llega con la expectativa de encontrar marido en la colonia británica, se supone, según se dice, porque es algo más fácil de conseguir que en la metrópoli. Este fenómeno debía ser habitual, y la llegada de alguien así, como la blanca, rubia y bella muchacha, provoca la atención de los varones británicos, algunos de los cuales, como Flory, llevan años en Birmania, relacionándose con las nativas, ya sea con mercenarias del sexo o con una amante, digamos, estable, como Ma Hla May.
Flory la conoce en el capítulo 6, cuando oye los gritos desgarradores de Elizabeth al encontrarse en un descampado con un búfalo no salvaje, en actitud algo amenazadora, al parecer a causa de su cría, que está detrás de la muchacha. Flory acude y resuelve la situación dando un palmetazo en el hocico del animal, que huye seguido de su hijo. La muchacha queda momentáneamente fascinada Este encuentro tan novelesco señala el comienzo del enamoramiento de Flory. Elizabeth es para Flory un clavo ardiendo al que agarrarse, tras sus largos años de estancia en Birmania, de donde, en otra ocasión, ya trató inútilmente de escapar, pues estaba viajando a Inglaterra, pero necesidades de falta de personal de la empresa maderera le llegaron en forma de cablegramas y le obligaron a regresar. Pero aspirar a poder casarse con la muchacha inglesa no impide que advierta bien sus defectos. Es la necesidad de tener consigo a una mujer bella, delgada y con un pelo rubio cortado como si fuera un muchacho. Es la consabida atracción del físico, también como una forma desesperada de exhibir a una mujer blanca en medio de tanta negritud, una cultura, la birmana, que conoce, y en muchos aspectos admira, pero que también odia. Los mecanismos de la selección natural funcionan tal y como se manifiestan en Flory, atraído por una mujer a la que terminará calificando como «tonta, esnob y cruel», de la misma manera que Elizabeth, a la que nunca veremos decididamente enamorada, tiene en cuenta los años que le separan de Flory y esa mancha de vino que le afea la cara. Todo es un entrecruce de intereses, como suele ocurrir, bien analizados por el escritor.
El novelista sabe tratar esta relación magistralmente, con profundidad psicológica. Desde que Flory conoce a la joven asistimos en el resto de la novela a una confusa relación sentimental, desigual y atormentada ‒nunca consumada, salvo algún que otro beso y abrazo robados‒ con desencuentros, discusiones, equívocos, celos ‒los de él‒ y rupturas (en realidad, solo les une el tema de la caza, de la que ella se muestra apasionada y en la que Flory es experto). Todo se complica, además, con la llegada de ese teniente de la policía militar india, Verrall, al que me he referido más arriba. Es un tipo engreído y desdeñoso, probablemente el retrato robot de repelentes oficiales por el estilo que Orwell debió conocer en las fuerzas armadas coloniales. Verrall, consumado jinete, encandila a la muchacha, a la que utiliza solo para pasarlo bien, con sus paseos a caballo. Flory, presa de los celos, lo observa todo. En uno de esos paseos al interior de la espesura, de la que salen primero sus caballos y más tarde ellos, se insinúa que ha debido haber algo más que conversación y risas. También soporta Flory esos interminables bailes de Elizabeth y Verrall después de la cena con la música de un gramófono, con unas letras de canciones sosas y ramplonas que el narrador se encarga inteligentemente de criticar, demostrando su buen gusto artístico. Una de esas canciones «había dado la vuelta al mundo como una pestilencia y había llegado incluso a Birmania» (pág. 262), y decía cosas tan interesantes como esta: «Enséñame el camino a casa, / estoy cansada y quiero irme a la cama; / ¡hace cosa de una hora me tomé una copita, / y se me ha subido a la cabeza!, etc.» (ibíd.).
Justo cuando el joven oficial aparece por primera vez ante los ojos de Elizabeth, Flory se cae de su caballo y queda bastante maltrecho, pero la muchacha pasa a su lado y ni se digna a hablarle: un rasgo de crueldad que la define.
Por respeto a quien aún no ha leído Los días de Birmania, no voy a ofrecer más datos sobre esta historia sentimental ni referirme a su desenlace, pues eso implicaría hablar del final de toda la novela, lo que significaría restarle intriga y eliminar la sorpresa. Solo me referiré al crudo significado simbólico de la piel de ese leopardo que ha cazado Flory ante los ojos de Elizabeth, en una apasionante escena de caza, y que manda después curtir a unos nativos para regalársela a la muchacha. El resultado del curtido es desastroso, pues han convertido la piel en una especie de trapo maloliente.
Hay toda una exposición de mecanismos coloniales, raciales, racistas e interculturales en este asunto de la relación de Flory con la joven inglesa: ella siempre será preferible, a pesar de ser tonta y egoísta, a todas las mujeres birmanas, como se manifiesta en el hecho de que su llegada supone para Flory que rechace definitivamente a su amante Ma Hla May.
- Dos relatos breves de Orwell sobre Birmania: Una ejecución y Matar a un elefante
Creo que es interesante, para completar este estudio, referirse a otros dos textos de Orwell, pues arrojan buena luz sobre lo que sucede y el significado de la novela Los días de Birmania. La opresión y el agobio que siente Flory es la misma que experimentó Orwell cuando estuvo sirviendo en la Policía Imperial India. La prueba más palpable son los dos relatos cortos, Una ejecución[11] y Matar a un elefante[12]. Estos relatos, con una carga literaria excelente, no se presentan de una forma explícita como autobiográficos, pero está claro que lo son, pues suceden en Birmania y tienen como protagonista ‒la voz del narrador en primera persona‒ a alguien que pertenece a la policía, de forma muy clara en Matar a un elefante, o al funcionariado de las prisiones del Raj en Una ejecución.
El relato Una ejecución ‒que en otras traducciones al español figura con el título más específico de Un ahorcamiento[13]‒ concentra todos los pormenores que presenta el desarrollo y cumplimiento de la pena capital. Con su ya habitual maestría, Orwell describe cómo en Birmania, en «una mojada mañana durante la estación de las lluvias» un preso condenado a muerte ‒un hindú de aspecto insignificante «y unos ojos vagos y acuosos»‒ es sacado de una de las jaulas donde están los otros condenados «que serían ahorcados entre la próxima semana y la siguiente». Todos los detalles que siguen Orwell los expresa con un distanciamiento hábil, sin juicios de valor sobre lo que está ocurriendo, y así permite que sea el lector quien extraiga del relato sus propias conclusiones. Del condenado a muerte tampoco sabremos qué delito ha cometido.
Los carceleros, hindúes también, se disponen a trasladar al reo hasta el lugar de la ejecución y todo parece indicar que se retrasan, pues el superintendente le dice al jefe de los carceleros nada menos que lo siguiente, se supone que en voz alta para que lo puedan oír todos, el reo incluido «¡Por Dios, apúrese usted, Francis! ‒dijo irritado‒. Ese hombre ya tendría que estar muerto a esta hora. ¿No está listo todavía?». Fijémonos en la utilización de ese lenguaje formalista y burocrático para referirse a algo tan terrible.
En el grupo que va a asistir a la ejecución hay británicos y también carceleros y magistrados birmanos. El traslado se ve interrumpido por la aparición de un perro callejero, que irrumpe brincando, contento y con ganas de jugar al ver a tanta gente y que se acerca al reo para lamerle la cara. Todos se quedan estupefactos, mientras que el superintendente grita que alguien se lleve a ese «maldito animal». Al final, consiguen agarrarlo. El simbolismo es claro: es la aparición de la vida, en contraste y en su manifestación más espontánea, en medio de una escena de muerte inminente. Nada hace pensar que sea un perro del prisionero, pues este mira la escena «sin curiosidad, como si esta fuese otra formalidad de la ejecución».
Un detalle le permite al autor reflexionar sobre la situación del reo y el fin que le espera, y es el único momento en que se trasluce directamente su rechazo a la pena de muerte. Porque el condenado, mientras es conducido al patíbulo ¡evita pisar un pequeño charco de agua! Dice el narrador:
Es curioso, pero hasta ese instante yo nunca me había dado cuenta de lo que significa matar a un hombre que tiene salud y es consciente. Cuando vi al prisionero hacerse a un lado para evitar el charquito comprendí el misterio, el indescriptible error de arrancar una vida humana cuando se halla en todo su vigor. Aquel hombre no se estaba muriendo, estaba tan vivo como nosotros.
Tras la llegada al patio donde se alza el patíbulo, el prisionero es conducido por una escalera ‒más bien que conducido es empujado por los guardianes‒ y el verdugo le coloca la soga alrededor del cuello. Es entonces cuando se produce una reacción que quizá sorprende a más de uno de los presentes, pues con voz fuerte el condenado llama a su dios: «¡Ram! ¡Ram! ¡Ram!». Esto lo hace no con tono urgente y suplicante, como quien pide auxilio, sino como algo rítmico parecido al tañido de un campana. El perro, desde un extremo del patio, responde con unos lamentos. La sobrecogedora escena tiene un inconfundible significado hindú, no solo por la referencia a Rama, sino por la trascendencia que se deriva de la situación, así como por la comunicación panteísta entre unos seres y otros, la del prisionero que invoca a su dios y la del perro que olfatea la muerte y contesta con quejidos.
Después del ahorcamiento vuelve a los presentes las ganas de hablar y de reír. «Un impulso de cantar, de echar a correr, de bromear», que abarca tanto a dominadores como a dominados. Francis, el jefe de los guardianes, comenta que todo ha salido bien. no como en aquella ocasión en que «el doctor tuvo que ir hasta la horca y tirar de las piernas del prisionero para estar seguro de la muerte». A este episodio añade Francis otros casos muy desagradables, y es entonces cuando el narrador del relato confiesa que al oír todo aquello se estaba riendo a carcajadas, como el resto del grupo. Con ello Orwell quiere transmitir la capacidad de insensibilidad que podemos tener ante el horror, incluso en personas sensibles como es el caso de nuestro autor, y cómo las bromas y las anécdotas lúgubres son como un asidero, un mecanismo de defensa. Se supone que todos quieren dejar atrás, cuanto antes, lo que han visto. Es una reacción muy humana, pero también muy cruel. Como cruel es esa carcajada de un magistrado birmano tras exclamar «¡Conque tirándole de las piernas!».
Las ultimas líneas de este relato no dejan lugar a dudas sobre lo que Orwell piensa de una ejecución, al mismo tiempo que pone de relieve, con ironía, lo que se desprende de una escena de confraternización, pues el superintendente ha invitado a todos a beber whisky:
Todos volvimos de nuevo a reírnos. En ese momento la anécdota de Francis parecía extraordinariamente cómica. Nativos y europeos bebimos juntos, amigablemente. El cadáver se hallaba a cien yardas de nosotros.
Matar a un elefante comienza de esta manera tan seductora para el lector: «En Moulmein, en la Baja Birmania, fui objeto de odio por parte de gran número de personas» (p. 1)[14]. Desde el primer momento resalta esa relación de odio-amor a la que me referí más arriba hablando de Flory en Los días de Birmania. Orwell confiesa que «Teóricamente ‒y en secreto, claro está‒ estaba a favor de los birmanos y en contra de sus opresores, los británicos» (ibíd.). Sin embargo, el narrador se siente a disgusto tanto con los opresores como con los oprimidos, pues, en lo que a estos se refiere, a los birmanos, nos cuenta que es un sufrimiento cotidiano sentir su odio y su desprecio a cada paso, en la calle, por ejemplo, cuando es objeto de burlas e insultos. En definitiva, le hacen la vida imposible, y especialmente los monjes budistas. Esto explica lo desgarrado y terrible de este fragmento que figura a continuación:
Una parte de mi ánimo consideraba el Raj Británico como una tiranía de la que era imposible huir [...]; con otra, pensaba que la mayor alegría del mundo seria seguramente clavarle una bayoneta en las entrañas a un monje budista. Esa clase de sentimientos son efectos normales del imperialismo; pregúnteselo el lector a cualquier funcionario anglo-indio, si logra encontrarlo cuando no esté de servicio (p. 2).
Todas estas consideraciones de carácter tan amargo vienen a cuento del incidente que sustenta el relato y explica su título: un elefante no salvaje, sino domesticado, se ha desmandado y está causando estragos y estropicios en un barrio que está en una punta de la ciudad. El elefante «se había vuelto majareta» (ibíd.). Al narrador le llama un jefe de la Policía para que vaya al lugar de los hechos y vea qué puede hacer. Cuando el narrador llega, armado con un viejo fusil, el elefante parece estar ya más tranquilo en medio de unos arrozales, después de haber causado destrozos en un barrio humilde que hay en una colina y haber matado a un hombre. El policía no tiene intención de matar al elefante, pues matar a un animal de ese tamaño es como un asesinato. Sin embargo, una multitud de unas dos mil personas, prácticamente todo el barrio, sigue expectante al policía, esperando con avidez que dispare contra el elefante, y esperando también hacerse con su carne. El policía-narrador siente la presión de esa masa de gente que le sigue: sabe que no le tienen el menor aprecio, pero todos esperan que actúe, que mate al animal. Y entonces el policía-narrador comprende algo fundamental de la perversión del imperialismo:
Comprendí entonces que cuando el hombre blanco se vuelve un tirano, es su propia libertad lo que destruye. Se convierte en una especie de muñeco sin vida, hueco, mera pose, la figura convencional del sahib. Y es que es condición de su mando dedicar su vida a impresionar por todos los medios a los "nativos", de modo que en cada crisis ha de hacer lo que los nativos esperan de él. Lleva puesta una máscara a la cual se amoldan sus facciones. Tenía que matar al elefante. (p. 5)
La situación pone en evidencia, aunque parezca contradictorio, que en este caso el dominador carece de libertad. El Imperio se sostiene con funcionarios que deben seguir los dictados de los administrados, como en este incidente, siempre, claro está que el poder del Raj no quede en entredicho. En la mentalidad de los nativos entra como natural que la policía dispare y mate: eso se espera de ella. Orwell, un tipo especialmente sensible, no es precisamente el retrato robot del policía que disfruta disparando[15].
Lo que sigue se resume pronto: el policía-narrador se hace con un fusil más potente y dispara contra el elefante. Como el elefante no termina nunca de morir, comienza así una sucesión de disparos que el policía le asesta, mientras el animal sigue en una agonía espantosa. Cuando el policía abandona el lugar, después de haber vaciado una gran cantidad de cartuchos, el elefante tarda aún media hora en morir. Todo eso, según nos cuenta el policía-narrador, lo hizo «tan solo para no quedar como un idiota» ante aquella multitud.
- Conclusiones
Tras lo expuesto, ofrezco las siguientes conclusiones que considero esenciales:
- La claridad desinhibida de Orwell cuando se trata de reflejar las pasiones humanas, las perversiones del colonialismo, los abusos de poder, la corrupción, el racismo y el supremacismo, sin olvidar las propias contradicciones del protagonista de Los días de Birmania, así como las del narrador que habla en los relatos Un ahorcamiento y Matar a un elefante. Esa sinceridad orwelliana para llamar a las cosas por su nombre, buscar la verdad y denunciar la injusticia se mantendrá en el resto de su producción narrativa.
- El precedente que se debe tener en cuenta de otros escritores británicos, críticos con el colonialismo, que han estado en la India y en otras culturas contiguas a la India, como Birmania y Ceilán: sin ánimo de agotar la nómina, son los citados Edward Morgan Forster, Joseph Randolph Ackerley y Leonard Woolf.
- La habilidad narrativa de Orwell en esa su primera novela, Los días de Birmania, oscurecida quizá por otras suyas de fama y gran proyección mundial, como 1984 y Rebelión en la Granja. En la novela no faltan la agilidad y amenidad en la exposición de los hechos, así como grandes dosis de ironía, propia del humor británico, rasgos que confieren una gran frescura a un relato tan duro y escabroso, pero siempre apasionante.
[1] Steven Martin, «Orwell's Burma», en Time traveler, otoño de 2002. Puede verse en Revista TIME: Viajero (archive.org).
[2] George Orwell, Burmese Days, Harper & Brothers, New York, 1934.
[3] George Orwell, Los días de Birmania. Traducción de Miguel Temprano García, Ediciones del Viento, A Coruña, 2022. En adelante, las citas de la novela se refieren a esta edición.
[4] Véase mi estudio «Forster y su Pasaje a la India: tensiones interculturales», en mi libro La mirada occidental. La India en los escritores extranjeros contemporáneos, 2ª edición aumentada, Valencia, Tirant Humanidades, 2019, capítulo segundo.
[5] Este autor de fama universal refleja el mundo de los británicos en la India, pero, como es sabido, no precisamente con una interpretación anticolonialista. Sobre la visión colonialista y justificadora del Imperio en la obra Kipling, véase el libro de Manjula Balakrishnan La India de Kipling, Madrid, Miraguano, 2014.
[6] Era un suplemento vespertino de los periódicos británicos, que se publicaba, con las últimas noticias deportivas, los fines de semana, y que solía tener las páginas de color rosa. Naturalmente, cuando esos suplementos llegaban a las colonias, las noticias eran ya muy antiguas, lo que aumenta, en la escena descrita, la sensación de lejanía y desolación.
[7] Véase el capítulo que le dedico a este autor en mi libro La mirada occidental, op. cit., capítulo tercero.
[8] Joseph Randolph Ackerley, Vacación hindú, Valencia, Pre-Textos, 2002, traducción de Cesar Aira, pp. 24-25.
[9] Pedro Carrero Eras, «La denuncia del colonialismo en la India en un relato de Leonard Woolf», en La denuncia del colonialismo en la India en un relato de Leonard Woolf (Pedro Carrero Eras) - Instituto de Indología (institutodeindologia.es)
[10] Este relato de Woolf fue definido por el crítico Hamilton Fyfe, en una reseña de 1921 para el Daily Mail, como «Una de las grandes historias del mundo» (Beatriz Iglesias Lamas, «Traducir a Leonard Woolf», en Leonard Woolf, La casa en la jungla y otras historias orientales, A Coruña, Ediciones del Viento, 2015, p. 15).
[11] Sigo la traducción de Carlos Artola que puede encontrarse en George Orwell, Una ejecución, Adelphi, 1931, y en concreto en la siguiente dirección Una ejecución (George Orwell, 1931) - Fundación Andreu Nin (fundanin.net). El breve texto es continuado y no lleva paginación, por lo que mis citas sobre este texto van entrecomilladas, pero sin referencia a página.
[12] George Orwell, Matar a un elefante y otros escritos, traduccion de Miguel Martínez-Lage, prólogo de Arcadi Espada, Madrid-México, Turner-Fondo de Cultura Económica, 2006.
[13] Véase, por ejemplo TRADUCCIONES DE TEXTOS EN INGLÉS: UN AHORCAMIENTO - George Orwell (Revista Adelphi, 1931. Trad. Pedro Peña) (traduccionesdelingles.blogspot.com)
[14] Cito por la edición indicada en la nota 12.
[15] Como sabemos, Orwell participaría como soldado en el bando republicano, y en concreto en las filas del POUM, en la Guerra Civil española. En el frente de Aragón, el día de su bautismo de fuego y tras disparar contra alguien que parecía moverse en las trincheras del enemigo, y sin saber si le había acertado o no, comenta: «Era la primera vez en mi vida que disparaba contra otra persona» (George Orwell, Homenaje a Cataluña, Barcelona, Debolsillo, traducción de Miguel Temprano Garcia, 4ª ed., 2014, p. 52). Si este dato que el autor nos ofrece es sincero, todo hace pensar que Orwell no hizo fuego contra ningún ser humano durante su estancia en Birmania como policía. Y si se vio obligado a disparar contra un elefante, lo hizo con el horror y desagrado que se refleja en el relato. Claro está que en ese mismo libro confiesa Orwell más adelante que había ido a la guerra de España "a matar fascistas" (cito de memoria). Quiero destacar el hecho de que en Homenaje a Cataluña, a propósito de su desplazamiento en tren desde el frente a Barcelona, rememora al comienzo del capítulo 8 las sensaciones de un viaje en tren que hizo durante su estancia en Birmania, en concreto entre Mandalay y Maymyo. Estas sensaciones son las de llevar en el vagón del tren, en el caso de la guerra de España, el ambiente del frente («el polvo, el ruido, la incomodidad, los harapos, las privaciones, la camaradería y la igualdad») y en el caso de Birmania, el ambiente de Mandalay («la luz cegadora, las palmeras polvorientas, el olor a pescado, ajo y especias, los frutos tropicales y el enjambre de personas de rostros atezados»). Toda esa atmósfera que arrastra el tren contrasta con la del lugar de destino: Barcelona ya no es la que conoció antes de ir al frente, pues se ha convertido en una ciudad poco revolucionaria y de aspecto burgués, y Maymyo es una localidad de montaña, con aire fresco, bien distinta a Mandalay. De cualquier forma, está claro que Orwell llevó bien en sus recuerdos sus días en Birmania.